Oficio de escritor

Tengo un colega en esto de escribir al que admiro, envidio y aprecio a partes iguales, si es que tal cosa es posible.

Lo admiro porque, según afirma, y no tengo ningún motivo para sospechar de que me engañe, disfruta como un niño escribiendo; lo envidio por su asombrosa feracidad, su capacidad para alumbrar relatos y novelas con la rapidez con la que los demás ponemos una coma, y porque gana dos de cada tres concursos literarios a los que se presenta y ya acumula, que yo sepa, más de cincuenta galardones; y lo aprecio por motivos muy diversos, entre ellos porque es un tipo cercano, cordial y un estupendo conversador, y porque me ha convertido en personaje de una de sus novelas, lo que siempre alimenta egos y sonrisas.

Y, sin embargo, no estoy de acuerdo con él. No, al menos, respecto de la opinión que a ambos nos merece nuestro mutuo oficio de escritor...

Un día, hablando de letras y esfuerzos, mi estimado colega me soltó de sopetón que no entendía a esos escritores que afirmaban estar todo el día sufriendo, sumidos en un profundo trance existencial para arrancar unas cuantas frases de las musas como si se arrancaran un diente.

Le dije que yo tampoco porque realmente me produce placer escribir, pero después me quedé dándole vueltas a la cabeza y me di cuenta de que las cosas no son tan sencillas. No para mí, al menos. Porque sí, es cierto, me gusta escribir... pero tampoco tanto.

A ver. No sé hacer casi ninguna otra cosa que sea medianamente productiva, así que esto es lo que hay. Además, si no escribo no estoy a gusto (lo que no quiere decir que escribiendo lo esté, ojo). Mi cabeza se pasa las veinticuatro horas del día y los trescientos sesenta y cinco días y pico del año mareando puñeteras perdices que siempre parecen a punto de echarse a volar: imaginando historias. Lo quiera o no. Agotador.

Por otra parte, es cierto que de vez en cuando me lo paso de maravilla escribiendo, viendo crecer la historia de turno o disfrutando al comprobar que esta escena o aquella descripción están quedando redondas, e incluso se me escapa, alguna que otra vez, una carcajada de puro placer cuando algún personaje hace algo que no me espero. 

Todo eso es cierto. Pero también es cierto que hay días en que no me sale una maldita frase. En que todo lo que llevo escrito de la historia me parece la mayor mierda jamás escrita. En que me quedo en blanco, sin tener ni remota idea de por dónde seguir o, siquiera, hacia dónde quería ir. Sí, el famoso bloqueo.

Puede que no sea más que falta de planificación, yo qué sé. Pero menuda gracia. Te rompe. Te deja inválido. Desanimado. Deprimido. Te obsesiona día y noche y te quita las ganas de todo. Hasta que de repente, en el momento en que menos te lo esperas, brota la maldita idea que se te escapaba y lo ves todo claro otra vez. Y ahí sí que te entran ganas de ponerte a reír como si te hubiera tocado la lotería.

Lo malo es que creo que, salvo privilegiados como mi estimado colega, así se le caiga una maceta encima al puñetero (una pequeñita, vale), esos vaivenes son inevitables, son parte inseparable del proceso de creación, así que no es de extrañar que la mayor parte de los que nos dedicamos a esto de escribir vivamos a medio camino entre la obsesión, la duda y la más estúpida cara de felicidad cuando algo sale como tiene que salir.

Como os decía, un jodido y maravilloso oficio...

 

 

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