Basta echar un vistazo a internet para comprobar que Una columna de fuego, la nueva entrega de la serie histórica de Ken Follet ambientada en Kingsbridge, está arrasando en ventas y opiniones positivas, así que me temo que hoy voy a nadar contra corriente.
Ken Follet es un maestro del best seller. Sabe muy bien cómo atrapar al lector y cómo envolverlo en las redes de la trama para que no seas capaz de dejar la lectura hasta que todas las intrigas se resuelvan y todos los destinos queden desvelados. Conoce bien la psicología humana y sabe que nos encantan las historias de buenos y malos, las que acaban bien, las que enfrentan al protagonista con retos casi imposibles (que por supuesto acaba superando) y aquellas en las que se impone la justicia, el honor y la verdad.
Sabe todo eso y lo utiliza con éxito indiscutible: vende millones de ejemplares de cada nuevo libro que publica.
Sin embargo, esta vez se ha pasado de rosca. Porque no todo vale con tal de enganchar y entretener. O al menos no vale todo si respetas al lector. Si crees que tiene derecho a sacar sus propias conclusiones. Si consideras que no es un mero consumidor de dramas sin criterio.
Y aquí es donde, esta vez, Ken Follet se mete en el fango. Hasta el fondo.
Una columna de fuego traza, o eso pretende, el retrato de la Europa de las Guerras de Religión, allá por el siglo XVI. Se trata de una novela de espías que refleja las luchas de poder y los enfrentamientos entre católicos y protestantes en Francia y, sobre todo, en la Inglaterra de María e Isabel Tudor y Jacobo Estuardo. El período es amplio, complejo y sumamente interesante, clave para entender la Europa actual.
Desgraciadamente, la novela hace aguas por todas partes. Una cosa es que nos encanten las historias de buenos y malos y otra que los buenos sean tan buenos y los malos tan malos que parezcan, más que personajes, simples caricaturas, hipérboles tan gruesas que producen rechazo por inverosímiles.
La premisa es muy evidente: los personajes protestantes son justos, buenos, compasivos, inteligentes y racionales, buscan el bien común y luchan por la paz, aunque sea a través de la guerra. Los personajes católicos son, todos menos uno, brutales, cerriles, fanáticos, malvados, asesinos, manipuladores y estúpidos.
Sin términos medios. Sin matices ni claroscuros, para qué perder el tiempo con sutilezas.
Peor todavía: Follet reduce los hechos históricos a cenizas, simplificándolos al máximo y obviando cuanto no le cuadra en su esquema maniqueo. Por ejemplo, convierte el envío de la Gran Armada de 1588 por parte de Felipe II en un simple intento de imponer la religión católica a los protestantes... y se olvida de mencionar los ataques de los corsarios ingleses a las Indias españolas y a la Flota del Tesoro, los apoyos ingleses a los holandeses sublevados contra España o los ataques de Francis Drake durante más de veinte años a barcos y puertos americanos o incluso peninsulares, como Vigo, que atacó en 1585. ¿Para qué hacerlo, si eso implicaría que los malos no son tan malos, sino que tienen motivos justificados, y los buenos no son tan buenos e inocentes?
La simplificación convierte la novela en un panfleto reiterativo que defiende una única y absoluta verdad: la superioridad protestante sobre la católica.
En la historia no hay bien o mal, solo hechos, causas y consecuencias. No hay finales felices ni épicas gloriosas. El bien, el mal, la épica y la gloria los crean la moral y los intereses de los que interpretan la historia en una época concreta, no los hechos en sí.
Sin embargo, no es esta la razón por la que me chirríe tanto la novela. El autor está en su derecho de reducir la historia a una caricatura, pues Una columna de fuego no es un libro de historia, sino una novela histórica y, por tanto, ante todo, literatura.
Lo que hace que me chirríe es la sensación de impostura, de falta de autenticidad. Todo parece falso, exagerado, artificial. Los personajes parecen de cartón piedra, la trama inverosímil, los giros tan artificiales como una isla de plástico.
Sin embargo, está claro que es Follet. Y Follet sabe muy bien lo que se hace. Una vez que asumes todo lo anterior, Una columna de fuego, para qué vamos a negarlo, entretiene. Se lee del tirón, con el mismo interés que consumes el folletín televisivo del momento. Y eso es mucho más difícil de lo que podría parecer.
Hala, me he quedado a gusto. Ya podéis empezar a degollarme en los comentarios...
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