Un viaje en furgoneta camper por la España olvidada. Si has llegado aquí por casualidad y quieres empezar por el principio, tienes las entradas organizadas en el Diario de Viaje.
Hay lugares en los que, nada más poner un pie en ellos, notas que son especiales. O que lo son para ti en ese momento, sin saber bien la razón, por una de esas afortunadas sinapsis cerebrales que llamamos intuición. No se trata de la belleza de la arquitectura o de la grandiosidad del paisaje, sino de alguna sustancia sutil que emana de ellos, un efluvio que se te pega a las ropas e impregna tu piel.
Eso al menos es lo que siento el domingo, de buena mañana, al llegar a una pequeña localidad del sureste de la provincia de Toledo tras atravesar una inmensa llanura, uno de esos panoramas infinitos que hacen que la imaginación remonte el vuelo sin trabas.
Lo primero que veo es la silueta inconfundible de los molinos, en fila en la cresta de un cerro alargado, como imperturbables guardianes del infinito. A su lado, la masa pétrea de una fortaleza, y a sus pies, en el llano, atravesado por un río, mi destino...
La ciudad serena
Aparco en el centro y me pongo a callejear sin rumbo. Por una vez no quiero empezar por la visita habitual a la oficina de turismo ni perseguir monumentos, aunque sin duda los hay. Dónde no, en esta España que transpira historia.
Consuegra es una población de apenas diez mil habitantes, de calles amplias y airosas, edificios de dos o tres alturas y, en las riberas del río, transformadas en alamedas, familias que pasean tranquilas y sin prisas, disfrutando del domingo de sol. Siempre me han atraído los domingos por la mañana, esos paréntesis en los que el tiempo parece detenerse y sale a relucir nuestro yo más apacible. Me imagino un mundo de domingos y se me antoja una de esas utopías futuristas en las que las máquinas realizan el trabajo de los hombres y estos dedican sus vidas al ocio, al arte, a perseguir sus sueños.
Me imagino un mundo de domingos y se me antoja una de esas utopías futuristas en las que las máquinas realizan el trabajo de los hombres y estos dedican sus vidas al ocio, al arte, a perseguir sus sueños.
Apenas hay tráfico. El sol alegra las calles y se convierte en sonrisas en los rostros relajados. Me siento en una terraza y me dedico a espiar las vidas ajenas. En la mesa de al lado, una chica adolescente le cuenta algo que no alcanzo a oír a una amiga, y mientras lo hace le brillan las pupilas y su rostro traduce una íntima emoción. Más allá, una madre observa cómo sus dos hijos, de entre tres y cinco años, sentados en unas sillas demasiado grandes para ellos, dibujan quimeras llenas de color en unas libretas.
Media hora después, en el museo histórico de la localidad, descubro que también Consuegra, como todas partes, acarrea su cuota de desgracias.
Recorríamos Consuegra... ¡qué desolación! La iglesia, con sus muros cuadrados, desnuda y rodeada de escombros, se levantaba sola completamente en medio de aquellos restos de naufragio. Aquello era el campo de la muerte, una segunda Pompeya, pero una Pompeya respirando aun tibia y palpitante de su reciente agonía... (...) Todo estaba allí revuelto de arriba abajo. Las casas eran llanos (...) llenas las plaza de guijarros y de inmundicia las calles, y en medio de tanta destrucción, solo río...
Lo cuenta Santiago Rusiñol en La Vanguardia el 18 de octubre de 1891. El 11 de septiembre de ese año, el pequeño río de la población, el Amarguillo, se desbordó hasta anegar la mitad de la población. Provocó una de las mayores catástrofes naturales de la historia de España, con 365 muertos y más de seiscientos edificios destruidos. Hoy el Amarguillo es apenas una lámina de agua que no consigue llenar su cauce pese a las lluvias de las últimas semanas. Cuesta imaginárselo ensoberbecido y destructor...
Tras el paseo subo con La Lagartija hasta los molinos y el castillo, que dominan la villa desde el cerro Calderico. Nada más aparcar me veo rodeado por una nube de japoneses que recorren los molinos y se hacen fotos en extrañas posturas, charlatanes y sonrientes. Me miran con curiosidad, afables. Me pregunto qué extraños caminos les habrán traído hasta aquí y cómo cuanto ven encajará en la imagen que tenían de España antes de venir. Una mujer me saluda, muy cordial, y le pregunto en inglés de dónde son. Me responde con algo que no acabo de entender, así que nuestro breve intercambio termina con mutuos deseos de felicidad en forma de sonrisas. En fin, lo he intentado.
El castillo de Muela, que así se llama esta mole de piedra bastante deteriorada, pero todavía orgullosa, guarda muchas historias interesantes. En tiempos de los visigodos perteneció al conde don Julián, el traidor que, siendo gobernador de Ceuta, se pasó a los musulmanes y puso sus barcos a disposición de estos para cruzar el estrecho en 711. Claro que tenía razones sobradas para hacerlo...
Cuenta la leyenda que don Julian tenía una hija —por supuesto, muy bella— llamada Florinda, a la que envió a la corte toledana para que recibiera una buena educación. Ahí, la muchacha tuvo la desgracia de cruzarse en el camino del último rey visigodo, don Rodrigo, que tenía bien merecida fama de mujeriego y calavera, amigo de hurtar honras y de hacer lo que le viniera en gana. Que es lo que hacen siempre los que creen que el poder les viene por inspiración divina, y si no ahí está Luis XIV, el Rey Sol, su «El Estado soy yo» y sus diecisiete hijos bastardos...
Rodrigo se prendó de la muchacha y comenzó a acosarla, hasta que un mal día se la encontró dándose un baño en los jardines de su residencia. Acostumbrado a imponer su voluntad, la violó... y al hacerlo consumó la destrucción del reino, pues el padre de la joven, al enterarse, pactó con los musulmanes su desembarco en Hispania para derrocar a Rodrigo. Algo que estos hicieron... Y, ya puestos, una vez aquí, decidieron quedarse.
Por supuesto, esto es solo una leyenda, o tiene todas las papeletas para serlo. Durante siglos, la violación de Florinda simbolizó la violación de Hispania por el mal gobernante, dominado por la concupiscencia y el egoísmo, por cuyos malos actos pagamos todos con el peor de los males: la pérdida de la fe cristiana y la entrega del reino a los musulmanes. Sí, una vez más la iglesia católica y su obsesión porque todos paguemos los descarríos ajenos, igual que con el pecado original. Y es que no hay como el sentimiento de culpa para hacer dócil al rebelde...
Durante siglos, la violación de Florinda simbolizó la violación de Hispania por el mal gobernante, dominado por la concupiscencia y el egoísmo, por cuyos malos actos pagamos todos con el peor de los males: la pérdida de la fe cristiana y la entrega del reino a los musulmanes.
Tiempo después, ya en el siglo XII, el castillo y todas las tierras que lo rodean pasaron a manos de la orden militar de San Juan de Jerusalén, que estableció en Alcázar de San Juan, muy cerca de aquí, su priorato.
Las órdenes militares eran peculiares estructuras religioso-militares creadas con las Cruzadas para defender, en nombre de la fe cristiana, las tierras arrebatadas a los musulmanes en el Próximo Oriente. Eran, por tanto, el brazo armado de la fe y una provechosa salida para los hijos segundones de la nobleza, que así encontraban un lugar y una función en el mundo. Y que, como además no podían tener hijos legales, pues hacían votos de castidad y pobreza, dejaban el fruto de sus conquistas en manos de la Iglesia. Negocio redondo.
En la Península se desarrollaron debido a la Reconquista. Los reyes preferían poner los territorios de frontera en sus manos antes de hacerlo en las de familias nobles que pudieran medrar demasiado. Durante siglos se encargaron de la defensa y la reactivación económica de las zonas que iban siendo arrebatadas a los musulmanes. La eficacia de su estructura jerárquica, dirigida por un gran maestre con un poder vitalicio y casi absoluto que era elegido por un consejo compuesto por trece frailes, hizo que se convirtieran en un poderoso aliado de los reyes ya no solo contra el islam, sino también contra quienes pretendieran arrebatarles el trono.
Aliados... hasta que dejaron de serlo. Porque inevitablemente las órdenes (Calatrava, Santiago, Alcántara...) acumularon enormes riquezas y sus grandes maestres un inmenso poder, tanto que los reyes comenzaron a temer que se les opusieran. Tras siglos de tensiones, fueron finalmente los Reyes Católicos los que consiguieron solucionar el problema de la forma más inteligente: convirtiendo al rey en gran maestre de todas las órdenes a perpetuidad. Con ello consiguieron no solo dominarlas, sino que sus inmensos recursos se pusieran a disposición de la Corona.
La maniobra salió redonda: años después, las órdenes militares, especialmente esta de San Juan de Jerusalén, fueron decisivas para aplastar la rebelión de los comuneros contra Carlos I, el rey extranjero...
Antes de abandonar el castillo descubro en la entrada de uno de los torreones el escudo de armas de don Juan José de Austria, un personaje interesantísimo del siglo XVII, hijo bastardo del rey Felipe IV y la actriz María Calderón (en realidad, uno de los veintinueve hijos bastardos de Felipe, sin duda el más capacitado. Lo de los engendrar bastardos reales siempre ha sido una moda muy popular entre los reyes).
Juan José de Austria fue un brillante militar y estratega, hábil diplomático, hombre enérgico y decidido, virrey de Nápoles, Sicilia y Cataluña, gobernador de los Países Bajos y capitán general de la conquista del reino de Portugal además de, y esa es la razón por la que me encuentro su escudo aquí, gran prior de la orden de San Juan de Jerusalén en Castilla y León, una de cuyas fortalezas era esta de Consuegra. Sin embargo, pese a todas sus cualidades, tuvo que ceder el paso al trono a su hermano, Carlos II el Hechizado, que abrió uno de los períodos más tristes de la monarquía española... lo que no es poco decir.
Por cierto que don Juan fue nombrado gran prior de la orden en España por deseo de su padre, saltándose a la torera los dos requisitos necesarios para serlo: tener más de treinta y un años y llevar al menos quince con hábito. Don Juan solo tenía quince años y dos con el hábito a cuestas cuando accedió al cargo. Está visto que ya por entonces las leyes solo se aplicaban a los de abajo.
Un tesoro enterrado y un castillo de cuento
Una noche de tormenta, allá por agosto de 1858, Francisco Morales y María Pérez comprobaron con estupefacción cómo sus sueños se hacían realidad. No solo los suyos, sino los de todos los campesinos que en el mundo han sido, porque, ¿cuál de entre ellos no ha soñado alguna vez con que, al labrar la tierra, apareciera en ella un tesoro?
De ese deseo general dan buena fe las innumerables leyendas sobre tesoros ocultos en castros, cuevas y montañas. En Galicia, tierra repleta de castros, poblados fortificados de la Edad del Hierro, no hay uno que no arrastre desde hace siglos su correspondiente leyenda del tesoro, muchas veces protegido por mouras, hermosas damas de cabellos rubios y poderes sobrenaturales, por ananos o gigantes... Incluso hay un libro supuestamente secreto y prohibido, el Ciprianillo, del que afirman que contiene la localización exacta de todos los tesoros. Más de uno se ha pasado la vida persiguiendo imaginarias fortunas con la guía de sus páginas...
Pero de vez en cuando los sueños se hacen realidad, y así les sucedió a la pareja anterior. Al trabajar en una huerta, toparon con unas losas que la tormenta había dejado al descubierto. Las abrieron y encontraron en su interior unos cajones de madera. Debieron de mirarse con la expectación en los ojos mientras la codicia comenzaba a despertar en sus tripas.
Al abrir los cajones, el pasmo tuvo que pintarse en sus rostros: no, aquello no era un tesoro. Era una fortuna inimaginable, un conjunto de riquísimas coronas de oro con zafiros azules, perlas, esmeraldas, aguamarinas, granates y otras piedras preciosas que no conocían, unas alhajas dignas de reyes, y no de unos simples campesinos...
Francisco y María vivían en Guadamur, muy cerca de Toledo, y a esa localidad me dirijo al día siguiente, tras dormir a los pies del castillo de Muela con la llanura manchega a mis pies. Tras el sol del día anterior, el cielo se ha cubierto de nubes, llueve intermitentemente y hace un frío de mil diablos de hielo, un frío manchego que se me mete bajo la piel.
El centro de interpretación del tesoro de Guarrazar, llamado así por el nombre de la huerta donde se encontró, está abierto, pero, como suele suceder por la semana, sin visitantes, como una caseta de baño abandonada en una playa invernal. En el interior hay una exposición muy didáctica que cuenta la historia de los visigodos en Hispania y muestra unas reproducciones del tesoro elaboradas con exquisita precisión.
Francisco y María primero, y después Domingo de la Cruz, otro campesino que también encontró parte del tesoro en su huerta, vendieron las joyas en trozos a plateros toledanos. Quién se lo puede reprochar... Alertadas las autoridades, algunas piezas se consiguieron localizar y recuperar, otras terminaron en Francia y otras más fueron robadas o desaparecieron. En la actualidad, el tesoro se encuentra repartido entre el Museo de Cluny en París, el Museo Arqueológico Nacional y el Palacio Real de Madrid.
Pero, ¿qué era el tesoro? Se trata de un valioso conjunto de coronas y cruces votivas, esto es, entregadas como ofrenda por los reyes visigodos a la Iglesia, una costumbre heredada de los emperadores bizantinos que tenía un doble significado: por una parte, consolidar la alianza entre el poder político y el religioso, entre el rey y la Iglesia, como cabezas del reino; por otro, conseguir la fidelidad de la Iglesia para el donante. Sí, en román paladino le llamamos soborno...
La monarquía visigoda no era hereditaria, sino electiva: el rey era elegido por un consejo de notables. La costumbre, típicamente germana, tenía sus inconvenientes: pocos reyes conseguían morir en su cama, llevados por delante antes de tiempo por las intrigas y luchas intestinas de candidatos demasiado impacientes. Con esos mimbres, la alianza con la Iglesia, y por tanto con el mismísimo dios, era imprescindible para mantenerse en el trono.
Los visigodos, a la vista está, eran excelentes orfebres y amaban el lujo por encima de todas las cosas. Conscientes de lo endeble de su posición, consideraban que la riqueza que se llevaba puesta era la más segura. Así solían adornarse con paños y vestiduras lujosas y cargadas de pedrería, tanto ellos como sus cabalgaduras: era el mejor sistema para llevarse consigo la pensión en caso de que urgiera poner tierra de por medio o fueran desterrados, algo habitual.
El sabio musulmán Ahmad ibn Munhammad al-Maqqari, en su obra Las dinastías mahometanas en España, describe la llegada de un rey godo a la batalla.
(...) conducido en una litera de marfil, llevada por dos blancas mulas, como habría podido ir a una fiesta una dama romana. La litera formaba sobre su cabeza una cúpula de seda vareteada, cuajada de perlas, rubíes y esmeraldas, que la preservaban de los rayos del sol (...) cerca de su litera su corcel de batalla, con su silla de oro incrustada con rubíes (...) Los despojos recogidos por los musulmanes fueron incalculables, solo por el número extraordinario de anillos de oro y plata que quitaron a los cadáveres de los magnates y nobles godos.
Cuando termino de visitar el centro me dirijo al castillo de Guadamur, a solo unos minutos andando, en compañía de una pareja de jóvenes manchegos y de la guía del centro, que también hace las veces de cicerone de la fortaleza.
Se trata de un edificio imponente, poco habitual, de estructura simétrica y gruesos muros precedidos por un foso que lo rodea por completo. Fue construido por el conde de Fuensalida allá por el siglo XV, aunque su estructura ha sufrido considerables reformas a lo largo de los siglos. De hecho, en este mismo instante está siendo rehabilitado por su propietario para acondicionarlo para la celebración de actos, bodas y festejos y para las visitas turísticas. Por ese motivo apenas podemos ver unas pocas salas, y todo de forma muy precaria, casi a oscuras. Al parecer todavía tardará unos cuantos meses en abrirse completamente a los visitantes.
Pese a la entrega de la guía, reconozco que el edificio no llega a calar en mí, en parte por la lluvia y el frío que nos acompañan y en parte porque el castillo tiene un aspecto palacial, casi de castillo de cuento, que no va mucho conmigo. Prefiero las humildes torres de frontera, en las que me resulta mucho más fácil justificar la presencia de esforzados guerreros y vigías, prestos a defender su tierra de los ataques enemigos, siempre en situación de riesgo, erizados ante el peligro de una cabalgada o una incursión...
Cosas que pasan cuando viajas
Pensaba dormir en Guadamur, pero no hay área para autocaravanas, así que tras la visita al tesoro y el castillo cambio de opinión y decido dirigirme a Toledo, donde dentro de dos días he quedado con Mayra Herrero, una periodista de Radio Castilla-La Mancha para una entrevista.
Sin embargo, nada más aparcar a las afueras de la ciudad, bajo un cielo lluvioso y un frío desapacible, me doy cuenta de que no quiero enfrentarme a Toledo en este viaje. Hace más de veinte años que no la visito, pero lo que recuerdo de ella y lo que he visto al aproximarme me bastan para comprender que esta ciudad se merece un viaje en exclusiva: su riqueza patrimonial, artística e histórica es abrumadora, tanto que para tratar de arañar su piel tendría que dedicarle una buena cantidad de días. A ser posible, con un tiempo más favorable que el de hoy.
La riqueza patrimonial, artística e histórica de Toledo es abrumadora, tanto que que para tratar de arañar su piel tendría que dedicarle una buena cantidad de días.
Una hora después vuelvo a arrancar La Lagartija y me dirijo a una ciudad cuya visita no entraba en mis planes. Y es entonces cuando lo inesperado se me cruza en el camino para regalarme una de esas experiencias difíciles de olvidar.
Talavera de la Reina es una ciudad de unos 84.000 habitantes que se asoma al Tajo con la placidez de la buena vecindad. Es conocida mundialmente por su cerámica, que forma parte de la historia de este país sobre todo desde el siglo XVI, cuando, en pleno Renacimiento, se instalaron en ella maestros artesanos flamencos como Jan Floris, que revolucionó la industria local al introducir motivos y técnicas italianas. A partir de entonces Talavera se convirtió en proveedora de reyes y casas nobles. No resulta nada infrecuente, por ejemplo, encontrarse loza de Talavera en los cuadros de los maestros del Barroco español.
Tras aparcar en el área de autocaravanas, paseo por el centro y visito sus museos. Me gustan los amplios espacios, los jardines y las zonas deportivas, la ribera del río y las vistas desde sus puentes.
Por la tarde toca dedicarse a tareas más pragmáticas. Tengo que hacer la compra y, además, ya va siendo hora de rebajar un poco la barba, que amenaza con convertirme en un Robinson Crusoe urbano.
—Yo te conozco —me dice el peluquero nada más entrar. Me quedo paralizado, pues hace más de diez años que no piso una peluquería, por motivos que saltan a la vista del que me tenga delante; además, es la primera vez que estoy en Talavera. Pero pronto me saca de dudas—. Bueno, conocerte no. Te he visto esta mañana paseando por el centro. Me llamaste la atención porque vas vestido con ropa montañera y porque ibas sonriendo... ¡Y fíjate, ahora estás aquí!
—Vaya —respondo, algo turbado, sin saber qué decir.
Alan es un tipo cordial, que emite una luz propia. Mientras espero, le corta el pelo a un adolescente y conversa con él con una naturalidad que nace del interés por lo que le cuentan, nada impostada ni artificial. Un poco después llega Mamen, su compañera de la peluquería, que se pone al instante a desbrozar mi cara.
Alan termina con el adolescente y se me queda mirando.
—¿Estás de viaje?
Mamen está atacando con furia mi barba, así que le respondo degustando el sabor de mis pelos, que buscan refugiarse de la escabechina en mi boca.
—Pffffssí...
Y entonces sucede lo inesperado: sin más preámbulos, Alan se ofrece a servirme de guía, a mostrarme la ciudad y sus rincones. Sorprendido por su gesto, sin entender todavía qué está pasando, le respondo que gracias, pero que ya la he visitado esta mañana.
—Pues entonces te voy a llevar a un sitio que está a una media hora en coche que te va a encantar. Déjame que arregle unas cosas y nos vamos... —No sé qué pensar. ¿A qué viene esto, de dónde ha salido tanta generosidad? Él parece entender mi perplejidad, porque sonríe—. Es que te entiendo muy bien, a veces viajar es duro y a mí también me gusta que cuando estoy por ahí me echen una mano, o charlar un rato... Además, no creas, me viene bien salir de aquí. Espera que hago una llamada y nos vamos.
Media hora después estamos ante su casa. Ha llamado a su hija, Clara, de quince años y aficionada a la fotografía, para que nos acompañe. Nada más verla me cae bien: no solo es muy guapa, sino que, como el padre, emite una luz especial y, como pronto comprobaré, es inteligente, curiosa, llena de vida y de rebeldía. Se acaba de comprar un objetivo nuevo y quiere probarlo en el lugar al que nos dirigimos.
El viaje dura una media hora a través de una carretera secundaria flanqueada de campos que verdean. Voy en el asiento de atrás y ambos compiten por contarme cosas. Alan me explica por dónde estamos pasando y me cuenta historias de lo que vemos y Clara me habla de lo que quiere hacer y lo que le gusta. Le apasiona Dalí, cuyos cuadros adornan la carcasa de su móvil, y está leyendo una segunda biografía suya. Me cuenta que no tiene claro qué quiere estudiar.
—Dudo entre hacer derecho internacional para poder ayudar a la gente o entrar en una multinacional para llegar hasta arriba y hundirla... —me explica con una sonrisa de guasa en la cara.
Me río, cómo no, pero no se me escapa el compromiso vital que esconden sus palabras. Les cuento a qué me dedico y lo que estoy haciendo en este viaje y Clara, tras un momento de duda, me dice que ella tambien escribe.
—¿Quieres leer algo mío? Es un relato, bueno, algo a medias entre relato y poema...
Le respondo que sí, por supuesto, aunque por dentro me echo a temblar. Recuerdo muy bien los desastrosos poemas que yo escribía a su edad y temo tener que decirle algo que no le agrade o, peor todavía, tener que edulcorar mi opinión. Me pasa un texto en su móvil y me pongo a leerlo.
Y me quedo asombrado. No solo está bien escrito: está lleno de fuerza, de imágenes poderosas, sorprendentemente maduras. Tiene, sin ninguna duda, ese ángel tan poco habitual que consigue que el lector se apropie del texto. Es una escritora nata. Se lo digo, aliviado por no tener que endulzar mi opinión, y su sonrisa vale un mundo.
Poco después aparcamos en un paraje llano, sin nada especial salvo los campos interminables.
—¿Y esto?
—Espera, espera. Hay que andar un poco.
Lo hacemos. Y unos cientos de metros más adelante se abre ante nosotros un profundo barranco y la vista de un gran meandro del Tajo, allá al fondo, ciento y pico metros más abajo. El lugar es asombroso y la hora, el atardecer, perfecta. Nos quedamos en silencio, abrumados por la belleza del entorno. Estamos en las barrancas de Burujón.
Pero la tarde no acaba aquí. Tras recorrer la zona, ya de noche, regresamos a Talavera. A estas alturas, Alan ya me ha invitado a quedarme en su casa a dormir y se ha ofrecido para cualquier cosa que necesite.
—¿Te apetece cenar algo?
Antes de que me dé cuenta, ha llamado a su pareja y esta, la hija de esta, Clara, Alan y yo estamos en un restaurante sirio, cenando y charlando como si nos conociéramos de toda la vida. En algún momento me quedo contemplando la escena con una sensación de irrealidad, asombrado por la naturalidad acogedora con que me han recibido y pensando en que he nacido con buena estrella, porque no es la primera vez que me pasa algo así en un viaje. Encuentros como este me convencen de que el mundo está lleno de gente maravillosa que no conocería si me quedara en casa.
A la mañana siguiente —obviamente he dormido en La Lagartija, no quería abusar— quedo con Alan para desayunar y despedirme.
—Gracias —me dice, y yo me quedo con el ceño fruncido—. Mi hija se ha quedado muy animada. Estaba un poquito de bajón, y lo que hablasteis le ha venido muy bien.
Conozco de sobra la inseguridad que siempre arrastra consigo la escritura, cualquier actividad creativa en realidad, la sensación de no servir para lo que haces, el temor a estar gastando energías en algo inútil. Por eso siento sus palabras como un regalo, feliz de haberla ayudado, de haber podido corresponder a la generosidad de ambos, aunque fuera de una forma tan nimia.
—Te espero en Galicia, Alan...
La tierra de los mil Quijotes
—¡Qué ilusión, qué bueno que estés aquí! Oye, le hablo a todo el mundo de lo que estás haciendo, debo de parecerles una loca...
Mayra Herrero es una mujer alegre y vital que contagia entusiasmo. Me recibe en la entrada del edificio de la radio televisión de Castilla-La Mancha para entrevistarme para su programa de radio Las dos miradas. A los dos minutos estamos charlando animadamente sobre el viaje, sobre Castilla-La Mancha, sobre la vida aquí y las fiestas medievales de su pueblo, Oropesa, que son dentro de tres semanas y a las que no puedo faltar.
—Si puedo, allí estaré.
Recuerdo haber leído en alguna parte que los manchegos tenían fama de hoscos. Pues menuda agenda social iba a tener si todos los hoscos del planeta fueran así...
Tras la entrevista vuelvo al sur. El itinerario parece un tanto retorcido, pero he quedado en El Toboso con Ángel, Gina y Juan, tres amigos que conocí en Tenerife hace unos años, cuando llegué a la isla por primera vez escapando del invierno gallego. Conectamos inmediatamente y desde entonces ya hemos visto unos cuantos paisajes juntos y pateado muchos montes, ya sea en las islas, en Escocia, en Galicia o hasta la misma cumbre del Mulhacén. Encontrármelos aquí este fin de semana es otro de esos regalos que están llenando este viaje de momentos memorables.
Mientras los espero, paso dos días en Alcázar de San Juan, una localidad de unos treinta mil habitantes, muy cerca de El Toboso, que tenía ganas de visitar. Los alcazareños defienden que aquí nació Miguel de Cervantes, aunque me temo que es una reclamación sin más fundamento que el deseo de atrapar su cuota de turistas.
De todas formas, lo que me trae hasta aquí no es don Miguel, sino la Torre del Prior, la que fue sede central de la orden de los caballeros de San Juan.
Los caballeros hospitalarios, como también se llaman, no eran de origen español, a diferencia de las de Alcántara, Santiago o Calatrava. Su origen se remonta a 1084, cuando unos italianos de Amalfi fundaron un hospital para peregrinos junto a la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. Durante siglos combatieron al islam hasta que, en 1291, el sultán Melec los expulsó definitivamente de Palestina. De ahí pasaron a Rodas primero, que conquistaron en 1310, y cuando también fueron expulsados de esta a Malta, isla que el emperador Carlos V les cedió en 1530 a perpetuidad, con una única condición: que todos los años entregaran como tributo un halcón de caza.
La condición tenía más miga de lo que parece: con ese tributo, la orden hospitalaria reconocía por primera vez a otro señor distinto del papa y entraba de lleno en el tablero de juego político.
Por cierto que en este tributo se basa una muy conocida novela negra, El halcón maltés, de Dashiel Hammet, llevada al cine varias veces, entre ellas la clásica de John Huston, protagonizada en 1941 por Humphrey Bogart. En ella, el halcón del tributo se convierte en una estatuilla de halcón que tiene piedras preciosas incrustadas...
Tras Alcázar de San Juan termino la semana en El Toboso, la tierra de Dulcinea, con mis amigos. Dos días de reencuentro, recuerdos, paseos y buenos momentos. Visitamos la villa, hermosa y bien conservada, y comprobamos que, en efecto, Dulcinea y el Quijote están por todas partes.
Por demasiadas partes. Da la sensación de que el Quijote ha devorado La Mancha, se ha apropiado de ella hasta el punto de que es difícil no encontrarse en cada esquina con una estatua suya o de su creador, una referencia a sus personajes, una casa en la que supuestamente sucedió una de las historias relatadas por Cervantes, un hotel, mesón o negocio que no lleve sus nombres.
Resulta excesivo y tristemente empobrecedor, como si no existiera nada más, como si la larga historia, el rico patrimonio, el paisaje, los asombrosos espacios naturales y la misma Mancha hubieran sido engullidos por un personaje de ficción. Frente al Quijote, todo lo demás palidece, se oculta o, simplemente, desaparece, como un Saturno turístico devorando a sus hijos.
Pero todavía me queda mucho por conocer. Cuenca y Guadalajara me esperan, y hacia ellas me dirijo hoy, lunes, con el recuerdo de un gran fin de semana en la memoria...
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