Braga, Portugal, tras los pasos del arzobispo felón

Viajo en la Lagartija, mi furgoneta camperizada, persiguiendo historias, lugares y momentos.

Después de varios meses de obligada inmovilidad por motivos familiares, la última semana de abril se despeja el horizonte (literalmente, pues el tiempo se torna cálido, de cielos azules inmensos y temperaturas superiores a veinte grados) y por fin puedo subirme a la Lagartija en busca de nuevos destinos. Destinos que, como siempre que viajas en furgoneta camper, no acabas de definir hasta que te pones finalmente en marcha.

En esta ocasión tenía claro el destino final: Oropesa, en Toledo, donde el fin de semana del 6 y 7 de abril se celebra la XX edición de su fiesta medieval, en la que ya estuve el año pasado (como te conté en Viaje al interior) y de la que guardo grandes recuerdos y mejores amistades. Mayra, Sandra y Raquel me invitan una vez más, vete tú a saber por qué extraña locura colectiva, así que el jueves 4 me propongo estar en Oropesa. Pero hasta entonces tengo por delante cuatro días enteritos para dejarme llevar por la Lagartija.

Al principio pienso acercarme hasta el Parque Natural Serra de Enciña da Lastra y de ahí a las Médulas, pero un vistazo rápido me hace desistir: los lugares que quiero visitar están cerrados fuera del fin de semana, así que los dejaré para más adelante.

Entonces se me ocurre una opción que lleva tiempo cosquilleándome las ganas: ¿y si me dirijo a Toledo a través de Portugal y aprovecho para seguirle la pista a Xelmírez, el arzobispo felón? Un minuto después de que se me ocurra la idea, qué grande es esto de viajar en furgo, estoy en camino hacia Braga...

Un robo muy piadoso

Mientras avanzo desde Vigo hacia el sur voy recordando la historia del primer arzobispo de Santiago de Compostela, Diego Xelmírez, un tipo artero y despierto donde los haya, tan osado como el caballero más ingenuo y de moral tan flexible como el más correoso cardenal romano.

Xelmírez se convirtió en obispo de Compostela solo dos años antes de los sucesos que voy a contar, hacia el año 1100, gracias a un turbio asunto no del todo aclarado que terminó con su predecesor y protector, Diego Peláez, perdiendo el obispado y dando con sus huesos en la cárcel, y con él siendo nombrado primero administrador apostólico y después obispo. Cría cuervos, debió de rumiar Peláez en su episcopal prisión.

Xelmírez era un hombre resoluto que quería medrar y no le importaba hacerlo a costa de quien fuera. Sabía muy bien que, una vez nombrado obispo, su engrandecimiento iba unido al de su sede, Compostela. Así que se propuso hacer todo lo posible para convertirla en la más poderosa de la cristiandad.

Xelmírez era un hombre resoluto que quería medrar y no le importaba hacerlo a costa de quien fuera. Sabía muy bien que, una vez nombrado obispo, su engrandecimiento iba unido al de su sede, Compostela.

La historia la conté cuando hablé de las reliquias de la Vera Cruz de Caravaca, en Murcia, y de la obsesión de la Iglesia católica por los huesos de santos, vírgenes y dioses. Fue precisamente ese viaje y el recordar la historia de Xelmírez lo que me hizo darme cuenta de que, pese a vivir cerca de Braga, no conocía los escenarios del mayor robo de reliquias de estas tierras, y el motivo por el que me dirijo hoy a Braga con la Lagartija: para recorrer las localidades que sufrieron el «pío latrocinio» de Xelmírez.

Lo que viene lo saco literalmente de las páginas de Viaje al interior:

Durante la Edad Media, a falta de una medicina efectiva, entre otras carencias, se desató una verdadera fiebre de adoración de las reliquias, a las que se atribuían poderes sobrenaturales. Se los atribuía la propia Iglesia... y, en efecto, para esta los tenían: cada vez que aparecía una reliquia, la peregrinación de los devotos conseguía que la iglesia donde se guardaba se enriqueciera en un abrir y cerrar de ojos. ¡Un milagro!

De ahí a la aparición de todo un mercado organizado de tráfico y falsificación de reliquias va un paso. Claro que no todas las reliquias tenían el mismo valor: los cuerpos, las cabezas, los huesos o los cabellos de Jesús, la Virgen, los apóstoles o los santos eran muchísimo más cotizados que los fragmentos de tela o los objetos que hubieran estado en contacto con esos cuerpos. Toda iglesia que se preciara debía contar con un relicario bajo el altar con los restos de algún muerto. De esa forma, la devoción y el negocio estaban asegurados. Los monjes, los curas y los obispos lo sabían muy bien, hasta el punto de que se peleaban entre sí por trozos de cadáveres y se los robaban unos a otros.

Toda iglesia que se preciara debía contar con un relicario bajo el altar con los restos de algún muerto. De esa forma, la devoción y el negocio estaban asegurados.

El mayor robo de reliquias de santos de la Edad Media lo protagonizó uno de los personajes más interesantes de la historia de Galicia, responsable en buena medida del engrandecimiento de Santiago de Compostela (y de su conversión en arzobispado): el obispo (y después arzobispo) de Compostela Diego Xelmírez.

La historia tiene su miga. La cuenta un arcediano llamado Hugo, uno de los redactores de la Historia Compostelana que el propio Xelmírez mandó escribir sobre su episcopado. Hugo denomina al hurto, con una buena dosis de eufemismo, «pío latrocinio», por aquello de disimular la afrenta.

Dos años después de ser nombrado obispo, en diciembre de 1102, Xelmírez emprendió un viaje pastoral a Braga, que por entonces era sede arzobispal, de mayor rango por tanto que Compostela. En teoría, esta era sufragánea de aquella, Compostela subordinada de Braga, aunque en realidad Braga había estado hasta hacía muy poco tiempo bajo dominio musulmán, con lo que su actividad y preeminencia eran muy limitadas. Eso sí: desde la restauración de la sede en 1070, entre ambas jurisdicciones eclesiásticas se había desatado una fuerte competencia. Y no era de extrañar, pues Compostela era un pastel muy jugoso, gracias a los peregrinos que afluían a la ciudad desde todo el orbe cristiano.

La excusa del viaje de Xelmírez era visitar algunas parroquias e iglesias que, si bien situadas en Braga, pertenecían a Compostela... aunque el arzobispo Xiraldo de Braga no estuviera muy por la labor de reconocerlo. Así pues, se trataba de un viaje para marcar el territorio.

Cuando estuvo cerca de Braga, Xelmírez avisó a Xiraldo de su llegada y este salió a recibirle con todo el boato que la ocasión requería. Hubo misa solemne, banquete abundante y muchos discursos, tras los cuales Xiraldo cedió a Xelmírez sus propios aposentos en el palacio episcopal de Braga. Todo con muchas sonrisas y parabienes, aunque aquellos dos desconfiaban el uno del otro como dos gatos enfrentados por una sardina. Y con razón.

Al día siguiente, Xelmírez visitó varias de la iglesias bracarenses cuya jurisdicción supuestamente pertenecía a Compostela y puso en marcha su plan. Reunió en privado a los suyos y les comunicó sus verdaderas intenciones.

 

Hermanos queridísimos, sabéis que hemos venido aquí para, si hubiera algo destruido o desordenado en estas iglesias y heredades, restaurarlo y ordenarlo con nuestra presencia y mejorar lo que está mal. Pero ahora no se oculta a vuestra diligencia lo que se encuentra en condiciones inconvenientes, pues veis que yacen en ellas muchos cuerpos de santos desordenadamente sin que sean venerados por culto alguno [...] procuraríamos enmendar esto e intentaríamos llevar a la sede compostelana los preciosos cuerpos de los santos a los que ningún culto se les rinde aquí [...] convendrá hacer esto de manera oculta para que la gente de esta tierra [...] no promueva contra nosotros una súbita sedición.

 

Dicho y hecho. En la iglesia de San Víctor, Xelmírez ordenó excavar a la derecha del altar mayor y allí encontró dos arquetas con reliquias. Al día siguiente hizo lo propio en la iglesia de San Fructuoso, este último patrono de la zona y muy venerado por los bracarenses. Unos días después tenía en su poder, guardados en los aposentos del mismísimo arzobispo de Braga, un buen puñado de reliquias de diversos santos.

Xelmírez estaba exultante, tan excitado que, como confiesa Hugo en la Historia Compostelana, apenas conseguía dormir por las noches, «porque temía perder aquello que le causaba tanta alegría poseer». Tan emocionado estaba que se despidió a toda prisa y emprendió el regreso a Compostela. Su primera parada fue en Cornelha, una pequeña población situada en la orilla izquierda del río Lima, al norte de Braga, que también pertenecía a Compostela.

Cuando llegaron, se dieron cuenta de que la noticia de la sustracción de las reliquias comenzaba a extenderse y que la gente estaba muy indignada, así que Xelmírez ordenó a Hugo que partiera de noche a uña de caballo con unos pocos servidores para llevar las reliquias cuanto antes hasta Tui, un territorio mucho más seguro. Este hizo lo que le ordenaban, pero al llegar a la ribera del Miño, justo frente a Tui, se encontró con un serio problema...

 

El río había estado encrespado durante tres días por tan duras tormentas que no había podido ser atravesado por ninguna embarcación. Pero una vez que los cuerpos de los santos fueron colocados junto a su orilla, pareció que el río sintiera respeto hacia ellos, pues se dice que, una vez que se calmó la fuerza del viento y amainó la tormenta, el río ofreció tanta facilidad para atravesarlo a los que llevaban los santos, cuanta podía ofrecer la planicie de sus aguas, que corrían con tanta tranquilidad, una vez apaciguada la corriente, que ni una sola ola agitaba las aguas.   

 

Está claro que no hay nada mejor que llevar unos cuantos milagros en el bolsillo en forma de reliquias. Sobre todo si tan oportuna intervención divina, narrada por supuesto en la Historia Compostelana mandada redactar por Xelmírez, qué casualidad, justifica el robo en sí, pues muestra claramente que las reliquias preferían estar en Santiago. No hay como escribir la historia para asegurarse de que dice lo que quieres que diga.

El 19 de diciembre de 1102, los restos de los santos robados fueron depositados en la catedral de Santiago entre las aclamaciones de una enfervorizada población. La misma que unos años después volvería la espalda a su prelado y se sublevaría contra él, obligándole a abrirse camino literalmente a través de las paredes de paja y barro de las casas de la ciudad para huir de las iras de la multitud.

Pero esa es otra historia. Xelmírez logró su propósito y multiplicó los motivos por los que los creyentes peregrinaban a Compostela, pues ahora hasta los mismísimos bracarenses debían acudir a Santiago si querían adorar a su santo preferido. Y, de rebote, Xelmírez consiguió que Braga, despojada de sus santos, perdiera preeminencia.

El juego de las reliquias, su posesión y comercio fue tremendamente jugoso para la Iglesia, que convertía de ese modo la credulidad y la ignorancia de los fieles en dinero contante y sonante. Por su parte, los fieles y los peregrinos, a cambio de sus bolsas, encontraban si no curas milagrosas, sí al menos consuelo.

Y eso es lo que me voy a encontrar, para mi asombro y desconcierto, al llegar a Braga el domingo 26 de marzo: un pueblo entregado al consuelo colectivo de la fe.

Y eso es lo que me voy a encontrar, para mi asombro y desconcierto, al llegar a Braga el domingo 26 de marzo: un pueblo entregado al consuelo colectivo de la fe.

 

 Tras la pista de las reliquias por Braga

Antes de nada me dirijo a un lugar que poco tiene que ver con Xelmírez, pero que también es muy especial para mí, pues ahí se desarrolla mi novela De correctione rusticorum, el lugar en el que el santo católico Martín de Dumio (o Martín de Braga) fundó un monasterio y fustigó a los paganos.

Pero el viaje empieza con poca suerte: el centro arqueológico que hoy ocupa el lugar del antiguo monasterio de Dume, del siglo VI, está cerrado. Puntería la mía, abre de martes a sábado... y hoy es domingo.

Doy una vuelta por la iglesia, que es muy posterior, sin hacer caso de Sulpicio, el monje protagonista de mi novela, que me espía desde las sombras y escapa por una calleja en cuanto se da cuenta de que le he descubierto. Nunca fue un tipo demasiado honesto, qué se le va a hacer, y no me perdona que haya mostrado las inmundicias de su negro corazón a feligreses y lectores. Mejor me voy de aquí, no vaya a ser que me gaste una jugarreta, que este bien es capaz de vengarse pinchándome las ruedas...

Me dirijo ya al primer destino xelmiriano: la iglesia de San Víctor, en las afueras de Braga. La actual fábrica no tiene nada que ver con la que visitó Xelmírez en el siglo XI, pues fue levantada en 1686 por orden del arzobispo de Braga, Luis de Sousa.

Es un templo característico del barroco portugués, de profusa ornamentación interior, un espectáculo de oros y azules que le pondrían los ojos como platos a cualquier quincallero que se precie. Lamentablemente no soy quincallero y mi gusto decorativo se aleja unos diez mil kilómetros de los excesos ornamentales del barroco. Reconozco que estos azulejos, que por cierto fueron pintados por un español, Gabriel del Barco y Minusca, tienen su aquel, pero el conjunto me resulta tan atractivo e interesante como perderme una tarde por los pasillos atestados de baratijas de unos grandes almacenes chinos.

Es un templo característico del barroco portugués, de profusa ornamentación interior, un espectáculo de oros y azules que le pondrían los ojos como platos a cualquier quincallero que se precie.

Aquí, en esta iglesia (mejor dicho, en su predecesora) se encontraban los restos de san Silvestre, san Cucufate y santa Susana, al parecer (o, al menos, eso cuenta la Historia Compostelana como justificación), casi abandonados a su suerte, olvidados de fieles y devotos. Algo muy natural tratándose de huesos, pero todo un desperdicio (económico, claro) que la mentalidad de Xelmírez no podía consentir, así que arrambló con todos. Por cierto que los de la santa fueron a parar a la iglesia de Santa Susana en la alameda de Santiago de Compostela, edificada para albergar tales restos por el propio Xelmírez. (Qué curioso. Ahora que lo pienso, esa iglesia de Santa Susana en la alameda compostelana también aparece en otra de mis novelas, En tiempo de halcones...).

Más allá del estilo artístico de la iglesia de San Víctor, lo que me llama la atención es la efervescencia del lugar a eso de las once de la mañana del domingo: el lugar rebosa. Habituado a que en Galicia los fieles sean en su mayoría gente mayor, ancianos que se aferran a la esperanza con uñas y dientes, lo que me sorprende es que la iglesia está repleta de niños, jóvenes, personas de todas las edades, tanto que termino acercándome a un paisano para preguntarle si ese día se celebra algo especial.

—La misa dominical —responde, encogiéndose de hombros, como si fuera la cosa más natural del mundo y yo un tanto lelo. Después parece recordar algo—. Bueno, y los niños que empiezan a preparar la primera comunión...

Su respuesta termina por abrirme la boca. Así que aquí, en esta antigua ciudad de Braga, al menos en esta perdida iglesia, la Iglesia católica sigue teniendo una muy nutrida clientela, tan numerosa que me recuerda más a las iglesias a las que me obligaban a ir de niño que a las que hoy se pueden ver por cualquier lugar de Galicia.

Pronto comprobaré que no se trata de un caso aislado. De San Víctor me dirijo a la catedral, donde me encuentro con una nave mayor rebosante de gente y, ¡bingo! una inscripción con los nombres de los arzobispos de Braga entre los que se encuentra el Xiraldo que recibió a Xelmírez, aquí llamado Geraldo y convertido en santo, quién sabe si por la paciencia que tuvo con Xelmírez. Por cierto que este Geraldo es muy apreciado y recordado entre los bracarenses, como le oigo decir de refilón a una guía de la catedral que acompaña a unos ingleses.

 

 

Braga en flor
Centro de Braga
Núcleo museológico de Dume
San Víctor de Braga
Catedral de Braga: lista de arzobispos con Geraldo entre ellos
Un arzobispo bien humilde, como buen prelado
Catedral de Braga, a rebosar
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De la catedral, ya por la tarde, me dirijo a la iglesia de San Fructuoso de Montelios, el templo que más me interesa en principio porque este sí conserva su fábrica del siglo VII. En efecto, es un templo de muy pequeño tamaño y planta de cruz griega, edificado por Fructuoso como mausoleo y hoy adosado a una iglesia franciscana. Un templo que se conserva casi milagrosamente, pues «se perdió», y no me preguntes cómo se puede perder un edificio (la única explicación que se me ocurre es que debe de ser cosa de la fe, que igual que hace ver lo que no hay, quizá pueda hacer no ver lo que sí hay), hasta que fue redescubierto en 1897 y restaurado en 1931, al parecer con gran controversia (porque, en efecto, no fueron demasiado delicados al hacerlo).

Visito el edificio en medio de un grupo de franceses que tratan de hallar un hueco para entrar, todos al mismo tiempo, en unas minúsculas naves que llevan ahí mil cuatrocientos años, como si temieran que se vayan a desvanecer en el aire si se ven obligados a esperar dos minutos más. Empujan, rezongan y pisotean para conseguir el plano fotografico deseado mientras la guía desgrana palabras a las que nadie presta atención. Tras tan grata experiencia salgo de la iglesia convencido de que los franceses son los tipos más simpáticos del mundo... aunque sé bien, y me duele, que los portugueses piensan lo mismo de los españoles. 

Visito el edificio en medio de un grupo de franceses que tratan de hallar un hueco para entrar, todos al mismo tiempo, en unas minúsculas naves que llevan ahí mil cuatrocientos años, como si temieran que se vayan a desvanecer en el aire si se ven obligados a esperar dos minutos más.

Cuando salgo al exterior me siento un rato en el murete que rodea la iglesia franciscana para recuperar el resuello tras la batalla campal que acabo de vivir. De esta iglesia se llevó Xelmírez los restos del santo patrón, Fructuoso, que ahora reposan en la catedral compostelana, pero que sigue despertando pasión y devoción por estas tierras, como estoy a punto de comprobar.

En efecto: ahí estoy sentado en el muro, tan tranquilo, cuando comienzo a oír un ruido de tambores que se acercan. Cinco minutos después desfilan ante mí un tropel de niños y niñas scouts, reglamentariamente uniformados y tocando tambores y otros instrumentos, en triunfal y religiosa procesión en honor a quién sabe qué santo, virgen o dios.

De repente me parece haberme deslizado por el túnel del tiempo y haber aterrizado en 1974 o 1975, época por la que yo también era scout. Afortunadamente, mi grupo nunca tuvo afanes religiosos, al menos tan evidentes, ni tampoco musicales (para alivio del mundo, dadas mis bien conocidas aptitudes en ese terreno) y se limitaba a llevarnos de acampada al monte para que nos desbraváramos. Fueron ellos los que me metieron en el cuerpo el virus de la naturaleza, todo hay que decirlo.

Me quedo contemplando el espectáculo y pronto compruebo que me he metido en algún tipo de celebración relacionada con la cercana semana santa cristiana: llega otra banda, esta vez la típica municipal, y un montón de chicos, chicas, niños, niñas y adultos vestidos de las más estrambóticas formas, con rasos y terciopelos de baratillo, como si un estridente (e imaginario) Próximo Oriente se hubiera aparecido de súbito en la barroca Braga. Por un instante tengo la sensación de haberme colado en medio de un grupo de exaltados fans de Harry Potter o algún otro libro de fantasía, pero no: definitivamente, la Iglesia católica sigue manteniendo una nutrida clientela al sur del Miño.

Dándole vueltas a todo esto, decido que ya basta de iglesias por hoy. Vuelvo a la Lagartija y emprendo camino hacia el sur, con la intención de pasar tres días recorriendo Amarante, Lamego y, muy cerca de la frontera con España, visitar el valle del Côa, la zona alta del Douro portugués, Patrimonio de la Humanidad, donde se encuentran algunas de las muestras de arte paleolítico rupestre más interesantes del mundo. Pero eso te lo cuento otro día, que esto se ha alargado ya demasiado...

 

 

San Fructuoso de Montelios, Braga
Maqueta de la iglesia de Fructuoso de Montelios
Interior de la iglesia de Fructuoso de Montelios
Comienza la fiesta en San Fructuoso...
... la fiesta militar, claro.
Curiosos personajes en San Fructuoso
¿De verdad llevan escrito «sudario»?
Ehh...
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Información para autocaravanistas y furgoneteros

Más allá de sus numerosas iglesias, algunas verdaderas joyas del barroco (para el que disfrute con ese período artístico), Braga es una localidad hermosa por la que da gusto pasear, recorrer con calma y en la que es un placer disfrutar de la gastronomía.

No tiene área de autocaravanas propiamente dicha, pero sí varios aparcamientos en el interior de la ciudad donde dejar la furgo o la autocaravana para dar una vuelta y para dormir, como el tranquilo aparcamiento al lado del campo de fútbol o el de la plaza André Soares. Además, en Caldelas, a 15 km, tienes un área para carga y descarga.

 

 Me encantaría conocer tus impresiones, comentarios y sugerencias.

 

Viaje al interior. 80 días en furgo por la España olvidada

 

 

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