- Categoría: Viajando en furgo
Un viaje en furgoneta camperizada por la España olvidada. Si has llegado aquí por casualidad y quieres empezar por el principio, tienes las entradas organizadas en el Diario de Viaje.
Tras unos días de sol y calor, la lluvia se impone durante el fin de semana, densa y espesa como una capa de aceite sobre la piel. Me refugio en La Alberca, la última población del sur de Salamanca, al borde ya del Parque Natural de Las Batuecas y de Las Hurdes. De hecho, La Alberca fue la entrada natural a Las Hurdes y parte de ellas hasta la creación de las provincias por Javier de Burgos, allá por 1833.
Entre chaparrón y chaparrón paseo por las calles de la localidad. Es fin de semana y está repleta de visitantes que inundan sus tiendas y sus terrazas. Todo el pueblo vive del turismo, como tantos otros que he visitado en este viaje. Se trata de una población hermosa, de arquitectura homogénea y bien conservada.
El contraste con las cercanas Hurdes no puede ser mayor: donde allá hay feísmo, caos y desaliño, aquí hay orden, equilibrio, respeto por la tradición constructiva. Sorprende que núcleos tan cercanos sean tan diferentes, aunque la razón es fácilmente deducible: pocas veces tenemos un ejemplo tan evidente de la influencia de las administraciones públicas en nuestra vida cotidiana. Una política racional y bien aplicada es capaz de transformar una población y, por tanto, la vida de sus habitantes. Y al revés.
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El lunes, tras el magnífico fin de semana de fiesta medieval, me cuesta dejar atrás Oropesa.
—¿Una cervecita de despedida? —me tienta Mayra.
La cervecita se convierte en una comida en casa de Sandra Herrero. Al sol y rodeado de personas que me han abierto sus casas con una generosidad que me desborda. Estoy tan a gusto que no consigo poner en marcha La Lagartija hasta bien entrada la tarde.
Me acerco hasta Navalmoral de la Mata para buscar una lavandería automática, la salvación de los viajeros. Cuando termino de hacer la colada, el día ya se ha ido y tengo el cuerpo baldado, pero me domina una sensación de bienestar satisfecho.
El martes a primera hora me dirijo hacia las cercanas montañas de la sierra de Gredos. Llevo todo el fin de semana disfrutando con la boca abierta del panorama de las cumbres nevadas refulgiendo al sol y jugando entre nubes perezosas, y a estas alturas las montañas son un imán que tira de mí con fuerza irresistible.
En sus laderas meridionales se encuentra la comarca de la Vera, famosa por la belleza de sus pueblos, sus gargantas excavadas en la roca y su clima templado. Todo eso me atrae, pero hay otro motivo de peso para acercarme hasta allí: el monasterio jerónimo de Yuste, en el que el emperador Carlos V pasó su último año y medio de vida.
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—¡Eh, Pierre, otra vez por aquí!
A sus setenta años, Pierre tiene un cuerpo fibroso y la piel requemada de quien ha visto demasiados soles. Una cabellera blanca y enmarañada se mezcla con una barba que no ha visto unas tijeras hace años. Tiene la mirada viva y cada vez que sonríe muestra sin rubor la ausencia de varios dientes. Hace tiempo que no le importa mucho lo que piensen de él.
—¡Aquí estamos! —abre los brazos, como para abarcar la ciudad entera, y suelta una risa breve. Nos hallamos en el área de autocaravanas de Aranda de Duero, en la provincia de Burgos—. Me alegro de verte, amigo.
Pierre es un personaje muy curioso, uno de esos espíritus que van por libre. Me lo he encontrado varias veces a lo largo de este viaje y poco a poco hemos ido contándonos vida y aventuras. Entre los dos van creándose esos lazos de camaradería que suelen ir surgiendo entre viajeros que comparten experiencias. Aunque es francés, vivió buena parte de su vida en Madagascar trabajando en muy distintas cosas, desde pescador hasta hostelero. Allí ha dejado familia, aunque hace tiempo que no la ve. Ahora, jubilado ya, viaja por el mundo en una furgoneta destartalada y repleta, literamente, de piedras.
Le encantan las piedras, que va recogiendo en sus largas caminatas solitarias por los montes: simples piedras, sin nada especial, que inundan el espacio entre el cristal delantero y la guantera, que se desparraman por el asiento del conductor y rebosan por doquier. Cada vez que pone en marcha su vieja cafetera, el interior se convierte en un campo de pruebas de aludes y terremotos. Pero a Pierre le encantan las piedras.
—¿Dónde se ha metido la primavera? —se queja con una mueca. Y es que llueve, hace frío y sopla un viento invernal que sacude las furgos.
—¿Quién te manda venirte de Madagascar? —me encojo de hombros—. Anda, vamos a tomar una cervecita.
—Vale, pero esta toca en mi casa...
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El sábado por la mañana, muy temprano, todavía en medio de esta fiebre viajera primaveral que llamamos semana santa y tras una noche de ligeras nevadas, arranco La Lagartija en Albarracín con la intención de visitar el castillo de Peracense, en Teruel, y dirigirme luego a Medinaceli, ya en Soria, para dormir.
Toda esta zona es un territorio administrativamente dividido entre provincias y comunidades (Cuenca, Guadalajara, Soria y Teruel por un lado, Castilla-La Mancha, Castilla y León y Aragón por otro), de forma que nunca sabes bien en qué provincia o comunidad te encuentras. Sin embargo, se trata solo de una cuestión formal: hay una clara unidad en todas estas tierras altas, montañosas y frías, en estos espacios vacíos recorridos por la columna vertebral del Sistema Ibérico.
Las nevadas de la noche me obligan a avanzar muy lentamente y me hacen dudar cada dos por tres si detenerme para poner cadenas o seguir adelante. La carretera asciende hasta un puerto situado a 1705 m de altitud en el que las quitanieves están despejando la carretera. Sigo adelante, en tensión pero disfrutando de estos paisajes nevados tan poco frecuentes en mi retina.
Mientras atravieso este mundo todavía invernal no dejo de darle vueltas a todo lo leído recientemente en Los últimos. Voces de la Laponia española, de Paco Cerdá, un documentado ensayo sobre la despoblación de la que llaman Serranía Celtibérica: el territorio que me rodea.
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Llego a Belmonte, en Cuenca, el domingo por la tarde, atraído por la impresionante silueta de su castillo sobre un altozano y, muy especialmente, por el personaje que dominó la vida de Castilla a finales del siglo XV: Juan Fernández Pacheco y Téllez Girón, señor de Belmonte y primer marqués de Villena, entre muchos otros títulos y dignidades poco merecidas... como suele suceder.
Pacheco fue uno de esos nobles rapaces, manipuladores y ambiciosos que no paran mientes en provocar guerras y orquestar traiciones para medrar, amigo de puñaladas traperas y siempre dispuesto a cambiar de bando a la menor ocasión. Antiguo conocido mío, pues es uno de los personajes que se pasean por mi novela En tiempo de halcones, razón por la que tenía ganas de visitar su ciudad natal.
Aparco en la plaza del Pilar, un espacio amplio rodeado de casas bajas, muchas encaladas, y una iglesia. Desde aquí se divisa la silueta cercana de la fortaleza. Dos chiquillos juegan al fútbol en medio de la calle, indiferentes al peligro potencial de unos coches que nunca llegan. Utilizan de portería la entrada señorial de una casa enmarcada por una arquería. Los golpes del balón contra la madera centenaria resuenan como cañonazos en el silencio de la plaza. Una anciana avanza con paso cansino, derrotado. No se ve a nadie más.