- Categoría: Viajando en furgo
Un viaje en furgoneta camper por la España olvidada. Si has llegado aquí por casualidad y quieres empezar por el principio, tienes las entradas organizadas en el Diario de Viaje.
Hay lugares en los que, nada más poner un pie en ellos, notas que son especiales. O que lo son para ti en ese momento, sin saber bien la razón, por una de esas afortunadas sinapsis cerebrales que llamamos intuición. No se trata de la belleza de la arquitectura o de la grandiosidad del paisaje, sino de alguna sustancia sutil que emana de ellos, un efluvio que se te pega a las ropas e impregna tu piel.
Eso al menos es lo que siento el domingo, de buena mañana, al llegar a una pequeña localidad del sureste de la provincia de Toledo tras atravesar una inmensa llanura, uno de esos panoramas infinitos que hacen que la imaginación remonte el vuelo sin trabas.
Lo primero que veo es la silueta inconfundible de los molinos, en fila en la cresta de un cerro alargado, como imperturbables guardianes del infinito. A su lado, la masa pétrea de una fortaleza, y a sus pies, en el llano, atravesado por un río, mi destino...
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Tras unos días de sol y calor, el País Valencià me despide con lluvias intermitentes y un viento intenso que sacude lateralmente La Largartija y hace rodar rastrojos que atraviesan la carretera como si de súbito hubiera sido trasladado al Lejano Oeste.
Pero no, no son rastrojos, sino el resultado de uno de esos procesos de adaptación al medio que tanto me fascinan en la naturaleza. En realidad se trata de una planta arbustiva, la barrilla, que al llegar el otoño se desprende de sus raíces y se desplaza con el viento para esparcir sus semillas a lo largo de un amplio territorio. Plantas móviles... gracias al viento. ¿Cuántos millones de años tardó la evolución en desarrollar una solución tan ingeniosa?
Nada más entrar en La Mancha, los horizontes se amplían y la vista se pierde en el infinito. Avanzo a través de una llanura interminable en la que medran el cereal, olivos y encinas dispersas y, aquí y allá, los nietos de aquellos molinos quijotescos, mucho más estilizados pero igualmente señores del viento. Me llama la atención que los campos, que comienzan a verdear, son muy pedregosos, complicados de labrar. No es difícil detectar los esfuerzos de los campesinos por librarse de esa plaga bíblica: la llanura está salpicada de pequeñas montañas de piedras, como ofrendas a una insaciable deidad prehistórica.
Dicen que esta tierra era llamada Espartaria por los visigodos, nombre que perpetuaron los musulmanes al traducirlo a su lengua: Manxaf, tierra de espartos, tierra seca, de donde se cree que procede el actual topónimo Mancha. La vegetación es sin duda esteparia allá donde la agricultura le da un respiro: arbustos y matorrales de tomillo, espliego, romero y jaras que se transforman en las riberas de los ríos en fresnos y abedules.
Me dirijo a Alcalá del Júcar, pero a medida que me aproximo comienzo a preocuparme. Por lo que sé, se trata de una pequeña población coronada por un castillo en lo alto de un cerro. Sin embargo, aunque el GPS me dice que estoy ya muy cerca, a solo dos o tres kilómetros, en derredor solo distingo la llanura infinita. Estoy preguntándome si habré equivocado el camino cuando, de repente, la tierra se abre bajo las ruedas de La Lagartija...
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Decía Lao Tse, uno de los filósofos más influyentes de la antigua China (cuya existencia, como la de todo filósofo que se precie, no está del todo demostrada), que un buen viajero no tiene planes fijos ni la intención de llegar. A esa idea me aferro el domingo por la tarde cuando, tras un buen rato comprobando las previsiones del tiempo, decido renunciar a uno de los destinos que más me apetecía visitar: el Parque natural de las Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas, en Jaén, el mayor espacio protegido de España y el segundo de Europa, en el que se encuentra el bosque más extenso de nuestro país.
Pero no tengo ganas de visitar el parque natural bajo una lluvia intensa y eso es lo que anuncian las previsiones metereológicas para los próximos días, así que decido abandonar Andalucía y a media tarde me subo a La Lagartija para dirigirme a Caravaca de la Cruz, en una tierra en la que nunca he puesto un pie: la Región de Murcia.
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Olivos. De repente, el mundo se ha inundado de olivos. Conduzco hacia el sur a través de Jaén, aunque en realidad tengo la impresión de nadar en un mar de aceite. Los olivos se extienden en todas direcciones hasta perderse en la lejanía, tenues manchas de un verde viejo que, al soplar la brisa, se convierten en destellos de luz plateada. Entre las ordenadas filas de los pequeños árboles reluce la tierra parda y desnuda, sin apenas hierbas. Limpiar tantas hectáreas de terreno se me antoja una labor colosal, casi un empeño imposible, y sin embargo ahí está, muy real. Me pregunto cuál será la razón que obliga a tan desmesurado esfuerzo.
Solo llevo tres semanas de viaje a lomos de La Lagartija, pero algunas cosas comienzan a resultarme evidentes. Si las extensas dehesas de Extremadura son la manifestación de una naturaleza felizmente domesticada, en el interior andaluz esa misma naturaleza ha sido sometida, domeñada por miles de años de labor.
Ayer, durante el trayecto entre Almodóvar del Río y Jaén, recorrí parte de la vega del Guadalquivir. Mirara hacia donde mirase, los campos se extendían llanos, vastos, con los brotes de cereal comenzando a asomar como una alfombra verde. Naranjos, cereales, huertos, vides y olivos, una inmensa fábrica de alimentos engrasada con la experiencia acumulada a lo largo de miles de años. Campos que ya se cultivaban cuando los romanos introdujeron los animales de tiro, el regadío y el barbecho; o cuando los musulmanes construyeron sus acequias y sistemas de riego y plantaron los primeros cítricos, como el limonero, el pomelo o el cidro, cuya naranja se empleaba para elaborar miel de azahar.
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Dejo atrás Setenil de las Bodegas cuando todavía trata de quitarse las legañas del sueño y empieza a prepararse para un domingo de sol y turistas. Me dirijo hacia Antequera, en el centro de Andalucía, a través de un paisaje de campos que relucen como inmensas sábanas verdes secándose con los primeros rayos del sol.
La mañana respira una paz profunda, intemporal, que se me mete dentro y me impulsa a detenerme cada poco a un lado de la desierta carretera, algo que ya se está convirtiendo en una costumbre. A lo lejos, una franja de neblina baja se aferra a las faldas de las montañas. Solo por momentos así ya merece la pena levantarse temprano. Y viajar, por supuesto.
Sin embargo, a los pocos kilómetros la niebla se espesa y conduzco a través de un universo lechoso a través del cual distingo de cuando en cuando formas borrosas, como sueños que se desvanecen antes de concretarse. Solo las líneas blancas de la carretera me permiten seguir adelante con cierta seguridad. Es curioso lo poco que nos percatamos de esas cosas que nos facilitan la vida, muchas tan habituales que las consideramos naturales, como si siempre hubieran estado ahí, a nuestra disposición.
Pero nada más lejos de la realidad. Cuentan que las primeras líneas blancas fueron una ocurrencia de Bonifacio VIII, un papa que se pasó su pontificado envuelto en luchas incesantes para imponer el predominio de la Iglesia católica sobre la autoridad real. Una de sus medidas de propaganda para mostrar el poder de la Iglesia fue la proclamación de Roma como sede del Papado y la promulgación del primer año jubilar de la historia en 1300.