Malabarismos de escritor novela historicaA veces me pregunto si el día en que decidí dedicarme a escribir a tiempo completo estaba en mis cabales. Salvo un puñado de privilegiados, ¿alguien puede plantearse vivir de escribir novela histórica en este país?

Por supuesto, mi querida madre puso el grito en el cielo cuando se lo dije: cómo se te ocurre, como editor al menos te pagan un sueldo (a ella lo de que me dedicara al mundo de los libros nunca le hizo mucha gracia, siempre me vio más como diplomático, marino de guerra, presidente del Gobierno o, si no había más remedio, profesor. Qué ojo tiene la buena mujer. Si le hubiera hecho caso, a estas alturas seguiría dejándome explotar en el primer colegio en el que fui condenado a galeras, digo trabajé).

Cuando tenía doce o trece años yo ya tenía claro que lo mío era escribir. Lo de ganarme la vida con un boli y un papel (sí, por entonces todavía usábamos boli y papel, qué prehistórico resulta ahora) me parecía el paraíso.

Me encantaba leer. Mientras mis siete hermanos se dedicaban a sacarse los ojos, jugar al Monopoly o tocar la guitarra, la flauta y el tambor todos a la vez (que no es lo mismo que juntos), yo me dedicaba a viajar cinco semanas en globo o a a compañar a Buck por las tierras del Yukón, tan absorto que ya podían gritarme al oído que ni me enteraba. Literalmente (lo que explica que esté un poco sordo... pero ese es otro tema). Así que, si tan bien lo pasaba leyendo, ¿cómo no iba a ser estupendo dedicarse a escribir?

Y lo era. Muchos años después, cuando tuve en mis manos recién salida de imprenta mi primera novela histórica La cruz de ceniza, sentí que todos mis sueños se habían cumplido. Si escribes, sabes bien que esa primera vez es única: hojeas las páginas, ves tu nombre escrito en el lomo y no acabas de creértelo. Te vas a la librería más cercana y contemplas embelesado a tu criatura en el escaparate mientras te preguntas cómo es posible que el mundo entero no se detenga a contemplar esa maravilla, que hasta irradia una luz deslumbrante.

Te vas a la librería más cercana y contemplas embelesado a tu criatura en el escaparate mientras te preguntas cómo es posible que el mundo entero no se detenga a contemplar esa maravilla, que hasta irradia una luz deslumbrante.

Tuve suerte, mucha suerte, y esa primera novela funcionó bien: salieron varias ediciones en tapa dura y bolsillo, se publicó en México, se tradujo al portugués y se publicó en Brasil... Estaba feliz: lo había conseguido. Ya podía encerrarme en mi torre de marfil a crear historias mientras un ejército de expertos editores, distribuidores, libreros y críticos, a la manera de evangelistas, se dedicaban a difundir mi obra (magnífica, por supuesto) por el mundo.

Ay, qué tremenda costalada me di. Resulta que no bastaba con escribir un libro. Los royalties apenas alcanzaban, ni siquiera vendiendo varios miles de ejemplares. Meneaba la cabeza preguntándome cómo era posible que el autor, que es el que escribe la obra, pudiera llevarse, con suerte, el 10% de los beneficios, mientras el grueso del pastel se lo quedan editores, distribuidores y libreros que, además, tienen muchos más libros de los que sacar beneficio.

(En fin, este es otro tema del que tenemos que hablar en el futuro). Así que seguí compaginando mi trabajo de editor (de libros de texto, por cierto, que tienen mucha menos magia que las novelas) y escribiendo, esperando que cuando tuviera varias obras pudiera finalmente vivir como un escritor (esto es, medio muerto de hambre, por aquello de seguir la tradición).

Años después me decidí: ya tenía varias novelas históricas en el mercado y, además, había realizado adaptaciones de clásicos para jóvenes (una tarea estupenda: aprendes un montón y, como es un «mercado cautivo» por aquello de las lecturas escolares, altamente beneficiosa).

Así que di el salto y me tiré a la piscina (sí a esa de arriba, la misma. Ya sé que parece un lago, es que los escritores tenemos mucha imaginación). Pero resulta que las cosas habían cambiado: la torre de marfil del escritor con la que había soñado desde niño, esa desde la que se ve el mundo a vuelo de pájaro, se ha convertido en un mercadillo de pueblo de sábado por la mañana.

Vendedora mercadillo enfadada

(En la foto se puede apreciar la poca gracia que le hace a la vendedora que los escritores intentemos hacerle la competencia).

Con más de ochenta mil títulos publicados cada año en España, con la irrupción de las redes sociales, la autopublicación, la coedición, los ebooks, la piratería y la madre que la parió, las editoriales tradicionales han tirado la toalla de la promoción y la única forma de (sobre)vivir como escritor es gritar más fuerte que el vendedor del puesto de al lado.

Y te aseguro que hay vendedores que se la saben todas (como habrás comprobado si eres asiduo a los mercadillos de fin de semana).

La torre de marfil del escritor con la que había soñado desde niño, esa desde la que se ve el mundo a vuelo de pájaro, se ha convertido en un mercadillo de pueblo de sábado por la mañana.

Así que no te queda más remedio que ponerte la cota de malla y la espuelas, el yelmo y la coraza, empuñar la espada y el escudo y abandonar tu refugio dispuesto a batirte con el mundo. Claro que la cota de malla recibe el nombre de community manager, las espuelas se han convertido en redes sociales, el yelmo se parece sospechosamente a un blog, la coraza es igualita que una newsletter y la espada se llama posicionamiento SEO, lo que tiene mucho menos glamour que Tizona (aunque mucho más filo, las cosas como son).

Si tienes suerte y te organizas bien, entre batalla y batalla te quedan diez o quince minutos al día para documentarte, planificar tu siguiente libro, escribir, corregir, revisar y publicar. Lo consigas o no, con tanta palabreja al menos aprenderás inglés. Y siempre te quedará la opción de trabajar de camarero en un pub irlandés (inglés ya no, con el Brexit que se avecina). Escribir no escribirás, pero de cervezas seguro que aprendes lo tuyo...

Pero no todo es tan negro: lo bueno de este siglo XXI es que en las redes se encuentra de todo. Yo tuve suerte y en el empeño por convertirme en multitarea me topé con dos estupendas escritoras y blogueras que disfrutan enseñándonos el camino a los demás, Ana González Duque y Gabriella Campbell. Si te dedicas a escribir, ya tardas en bajar de tu torre de marfil y pasarte por sus blogs. Me deberás una mariscada, conste (y te la pienso cobrar). 


 

Ahí abajo, como siempre, tienes tu espacio para decirme que soy un quejica y que los escritores en realidad vivimos como maharajás. O para compadecerte de mí (aunque en ese caso lo mejor es que te compres uno de mis libros y así te invito yo a la mariscada).

¡Disfruta de la lectura!

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