Hay libros que te llegan por casualidad. Porque te atrae la portada, alguien te los sugiere o, sencillamente, porque un día se te cruzan en el camino y no puedes evitar leerlos. Y esta novela histórica es uno de esos libros. Y en buena hora, porque me ha regalado unas horas de lo más entretenidas.
El caso es que llevo una temporada, a saber por qué, leyendo bastante novela histórica sobre Roma (Ya: uno de los períodos inevitables de los devoradores de histórica, lo sé). Y entre los muchos que están cayendo se me cruzaron por el camino las dos series de detectives romanos más conocidas por todos: la de Marco Didio Falco, de Lindsay Davis, y la de Gordiano el Sabueso, de Steven Saylor. De ambas había leído ya algún tomo, pero se me dio por empezarlas por el principio y devoré La plata de Britania, de Davis, y Corsarios del Nilo, de Saylor.
Me gustaron ambas, más la de Gordiano que la de Davis, y me quedé con ganas de más. Y entonces descubrí otra serie de detectives romanos, pero esta vez de un autor español: Joaquín Borrell. Y claro, me entró la curiosidad y el gusanillo de comparar...
El ateniense Diomedes llega a Roma para hacerse cargo de la herencia de su tío Alcímenes. Descubre que ésta se reduce a su despacho de exquiriente –que es la denominación de la época para el investigador privado– y a su ayudante Baiasca, una esclava que viste de azul.
Obligado a seguir con el negocio, Diomedes recibe a los primeros clientes: un gladiador veterano que sospecha que le hacen trampas en el anfiteatro, una joven patricia horrorizada porque a su padre lo ha asesinado la mismísima diosa de la venganza, el propio Julio César, que desea una discreta investigación sobre el atentado sufrido mientras compartía el lecho con Cleopatra.
Todo un acierto. Diomedes el Exquiriente, como llama Borrell a los detectives privados en Roma (aunque, en fin, este Diomedes es el único detective de todo el Imperio, que por algo la profesión no se inventó hasta muchos siglos después) es un ateniense recién llegado a Roma. Como todos los atenienses que se precien, no puede menos que sentir un cierto desprecio por estos romanos advenedizos, unos recién llegados a la historia. Vamos, el mismo desprecio entre altanero y fascinado que debe de sentir un inglés de Oxford al llegar por primera vez a Nueva York y comprobar en qué se ha convertido su excolonia.
Humor, ingenio y crítica social dan como resultado una lectura fresca y entretenida que deja con ganas de más. Las andanzas de Diomedes y Baiasca, una joven muy peculiar que no acaba de aceptar su condición de esclava, retratan con simpatía el mundo romano de los años finales de la República y nos llevan de paseo por las calles y las mansiones de Roma, del Coliseo a la Subura, entre patricios, gladiadores, mendigos y alguna intervención destacada, como la de Julio César o la mismísima Cleopatra.
Humor, ingenio y crítica social dan como resultado una lectura fresca y entretenida que deja con ganas de más.
La esclava de azul está, sin duda, a la altura de las series que antes mencioné, tanto la de Lindsay Davis como la de Steven Saylor. Como ellas, nos ofrece una mirada lúcida y entretenida del mundo romano, una inmersión alejada de las grandes intrigas políticas o de los más conocidos hechos históricos.
Una excelente forma de echar una ojeada al mundo cotidiano de Roma. Y, por cierto, la serie continúa con La lágrima de Atenea y La daga de Zafiro.
Y tú, ¿has leído alguna novela de detectives romanos?
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