En furgo o en avión, en coche, a pie o con la imaginación: viajar dibuja mundos en nuestra piel.
Hasta mi viaje por la España olvidada del año pasado no había estado nunca en Badajoz, pero si algo tengo claro es que Extremadura me gusta entera: la de las dehesas interminables y la de las sierras montañosas, la de los pueblos y la de las ciudades, la natural, la cultural y la histórica. Extremadura es un paraíso y Badajoz una de sus joyas menos conocidas.
—¿De verdad no la conocéis? Pues no sabéis lo que os perdéis... —Llevo unos días recorriendo Portugal con unos amigos, por una vez sin furgo, cuando me doy cuenta de que del otro lado de la frontera estaba Badajoz.
—Pero este es un viaje por Portugal, Fran... —dudan, los muy inocentes.
—Ya, pero la historia de este país no puede entenderse sin Badajoz —suelto el cebo—. ¿No habéis oído hablar de lo que pasó en la dehesa de Cantillana? Está solo a veinte kilómetros de aquí...
Llegados a este punto, mis amigos se dejan convencer: saben que de todas formas les voy a contar la historia, y ya que no les queda más remedio que escucharla, al menos hacerlo in situ.
El tiempo no nos da para recorrer la provincia, me habría encantado hacerlo, pero sí para pasar dos días en la ciudad. Una rápida búsqueda de hoteles para escaparte en Badajoz nos permite localizar uno céntrico, cómodo y muy apetecible, así que allí nos vamos.
La invasión de Portugal
La historia la cuento en el libro Viaje al interior. 80 días en furgo por la España olvidada. El 4 de agosto de 1578 murió en la batalla de Alcazarquivir, en Marruecos, el rey don Sebastián de Portugal, dejando al reino sin heredero. El cardenal don Enrique, tío de Sebastián, asumió las funciones de regente y fue coronado unas semanas después, el 28 de agosto. Pero era clérigo, anciano, no tenía hijos y se hallaba enfermo, por lo que toda Europa comenzó a plantearse quién le sucedería… y a mover ficha para colocar a sus candidatos en el trono de una de las mayores potencias europeas, metrópoli de un imperio que se extendía por todo el mundo, de Brasil a las Molucas.
El 31 de enero de 1580 falleció Enrique, una vez más sin heredero. Felipe II de España, nieto del rey Manuel I de Portugal, reclamó que se le reconociera como sucesor de Enrique. El derecho sucesorio estaba más o menos de su parte, pero los portugueses no se mostraban muy por la labor de unirse con España, temerosos de que tal unificación supusiera la pérdida de su identidad. Además, Inglaterra, Francia y Holanda intrigaban en la sombra para impedir que los dos mayores imperios de la época, el español y el portugués, se unieran bajo un mismo gobernante. La decisión tenían que tomarla las Cortes portuguesas, pero antes de que lo hicieran Felipe II se les adelantó y ordenó la ocupación militar del país.
Los portugueses no se mostraban muy por la labor de unirse con España, temerosos de que tal unificación supusiera la pérdida de su identidad. Además, Inglaterra, Francia y Holanda intrigaban en la sombra para impedir que los dos mayores imperios de la época, el español y el portugués, se unieran bajo un mismo gobernante.
En junio de 1580, las tropas españolas estaban preparadas para la invasión de Portugal. Felipe II, que se había instalado en Badajoz para seguir los acontecimientos, dudaba. No quería que sus ejércitos se enfrentaran a los portugueses, pues era consciente de que una guerra sangrienta no le granjearía las simpatías de sus futuros súbditos.
Entonces se le ocurrió una alternativa. El 13 de junio, en la dehesa de Cantillana, el rey, la reina Ana, las infantas y los cortesanos presenciaron un magnífico y abrumador desfile: tercios de Italia, guardas de Castilla y de Granada, caballería, artilleros… En total más de 25.000 infantes y unos 1.600 caballeros. No se trataba de un entretenimiento, sino de algo mucho más decisivo: una verdadera obra teatral, una poderosa demostración de fuerza. ¡Qué espectáculo debió de ser!
El 13 de junio, en la dehesa de Cantillana, el rey, la reina Ana, las infantas y los cortesanos presenciaron un magnífico y abrumador desfile: tercios de Italia, guardas de Castilla y de Granada, caballería, artilleros… En total más de 25.000 infantes y unos 1.600 caballeros.
Los tercios de Flandes tenían bien ganada fama de ser la mejor infantería del mundo, y su contemplación aplacó los ánimos belicosos de los portugueses (que, evidentemente, habían enviado a este lado de la frontera a un buen número de espías, como Felipe esperaba). Cuando, tras la parada militar, Felipe II ordenó la invasión del país vecino, el avance español apenas encontró oposición.
Dos meses y medio después, el 28 de agosto, Felipe II entró en Lisboa, y el 16 de abril de 1581 las Cortes de Tomar le proclamaron rey de Portugal… con una condición: no podría fusionar las distintas coronas peninsulares y habría de respetar las particularidades jurídicas de cada territorio.
La ciudad encastillada
Cantillana es hoy apenas un puente en mal estado de conservación entre campos de cultivo, pero Badajoz tiene mucho más que ver.
Lo primero que llama la atención es su carácter fortificado, todavía muy visible en su hermosa alcazaba musulmana o en sus murallas abaluartadas, construidas por el ingeniero francés Sébastien Le Prestre.
Estas murallas, por cierto, se levantaron para defender la ciudad en la guerra que, sesenta años después de los sucesos de Cantillana, estalló entre Portugal y España cuando nuestros primos dijeron que ya estaban hasta el moño de reyes castellanos, que para aguantar a monarcas y demás chupópteros, al menos que fueran de casa y vivieran en el país: la guerra de Restauración portuguesa.
La alcazaba tiene un origen muy anterior, musulmán. También en aquellos siglos medievales Badajoz era tierra de frontera y necesitaba de una fortificación capaz de resistir los embates de los reyes cristianos... y los de los propios musulmanes, que tampoco escaseaban. De hecho, la ciudad fue fundada por Abd-al Rahman Ibn Marwan, allá por el año 875, después de que este se rebelara varias veces contra el emir de Córdoba.
Con el tiempo, Badajoz se convirtió en uno de los reinos independientes más importantes de al-Ándalus. Por cierto que a esos reinos independientes los llamaban, a menudo con afán despectivo, taifas, como si una taifa no fuera del todo un reino, ni su dirigente un verdadero rey, sino un reyezuelo. El tamaño sí que importa... al menos el tamaño del otro, porque los mismos cristianos que calificaban peyorativamente de taifas a los reinos musulmanes vivían en los todavía más pequeños reinos cristianos.
A esos reinos independientes los llamaban, a menudo con afán despectivo, taifas, como si una taifa no fuera del todo un reino, ni su dirigente un verdadero rey, sino un reyezuelo. El tamaño sí que importa...
Fuera como fuese, Badajoz fue un reino tolerante cuyas clases dirigentes apreciaban la literatura, la música y el disfrute de la vida. O lo hacían hasta que llegaron las hordas intolerantes del sur: los almorávides y los almohades, en ambos casos feroces soldados de la fe salidos de lo más profundo de las arenas del Sáhara, defensores de una interpretación rigorista del islam, que se extendieron como la peste hasta dominar un extenso territorio entre los siglos XI y XIII.
Y que, también como la peste, acabaron de un plumazo con la tolerancia religiosa, la cultura, el disfrute de la vida y cualquier atisbo de libertad de pensamiento, como corresponde a todo fanático que se precie.
Claro que, antes de que empecemos a maldecir a los musulmanes pasados, presentes y futuros, quizá nos convendría recordar a nuestros cruzados en Jerusalén, las matanzas de judíos en Castilla o esa añorada institución del Santo Oficio, tan comprensiva y tolerante ella...
La ciudad equilibrada
Paseo por mis amigos por la ciudad, por esta alcazaba hoy convertida en un hermoso parque arbolado, por sus murallas impresionantes, y descendemos hasta una de las plazas más curiosas, geométricas y hermosas que recuerdo: la plaza Alta, a los pies de la alcazaba. En ella se celebraba el mercado durante la Edad Media, aunque la fábrica actual es posterior. Dejamos que nuestros pies nos lleven sin mucho orden, disfrutando de esa molicie tan veraniega, del turisteo sin prisas, sin metas y sin agobios.
El Badajoz antiguo es una localidad hermosa, de callejuelas estrechas que llevan al paseante a otro tiempo y plazas enmarcadas por edificios señoriales. Como la plaza de la Soledad, desde la que se divisa la Giraldilla, una réplica de la Giralda de Sevilla construida en 1935 como sede de unos grandes almacenes; o la plaza de España, en la que se encuentra la catedral.
En pleno verano, Badajoz es un paraíso cuando comienza a caer la tarde. A diferencia de otras ciudades costeras, la afluencia de visitantes es la justa para darle vida estival a las calles sin resultar agobiante, sin obligarte a echar el resto para conquistar una mesa en una terraza. Da gusto caminar sin que la multitud te cerque en todo momento, disfrutando del relax y una buena conversación. Además, el Guadiana y los frescos paseos acondicionados a su vera son excelentes para recibir la brisa del atardecer.
Dos días después dejamos Badajoz, con la retina repleta de nuevas imágenes, de regreso a Portugal. Qué placer viajar lejos de las multitudes, dejándose llevar por el olfato, el instinto, ese «por qué no» que de repente se te mete entre ceja y ceja...
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