La frase que me convirtio en escritor

Dicen que la primera frase de una novela es fundamental para captar el interés del lector. Una buena primera frase nos permite intuir un mundo, nos atrapa con su estilo y nos plantea un conflicto que nos sumerge en la historia. Una buena primera frase consigue que sigamos leyendo sin siquiera darnos cuenta, hace que nuestros ojos se deslicen por el papel (o la pantalla) y que el mundo a nuestro alrededor se difumine mientras un nuevo universo cobra consistencia.

Todos los lectores del mundo hemos experimentado más de una vez esa sensación, como si una fuerza desconocida nos abdujera y nos transportara a otro lugar.

Pero la primera frase de una novela no solo es fundamental para el lector, también lo es para el escritor...

Represa

Cuantos escribís lo habréis comprobado una y cien veces: a menudo nos pasamos semanas o meses dándole vueltas en la cabeza a una historia, perfilando los personajes, pensando tramas e imaginando escenarios, pero no conseguimos escribir una palabra.

O sí lo hacemos, pero la escritura va a trompicones, sin fuerza, como si los miles de hectómetros cúbicos de agua de un embalse solo encontraran un pequeño desague por el que salir. Hasta que, de repente (estas cosas siempre suceden de repente, cuando menos te lo esperas), aparece una frase en la cabeza, y esa frase llama a la siguiente, y esa a otra, y antes de que nos demos cuenta se han abierto las compuertas de la represa y el agua sale a borbotones.

Como ya he comentado en alguna parte de este bloc, siempre supe, desde niño, que lo mío eran las palabras, las historias, crear mundos y, de paso, vivir un poco en ellos. Pero durante muchos años las palabras no salían, las historias permanecían represadas y no conseguía terminar nada que valiera la pena.

En realidad, eso nunca me desanimó. Estaba tan convencido de lo que era que nunca me planteé que podía estar equivocado y no ser escritor. Nunca. Siempre mantuve una confianza completamente ciega a la evidencia en mí mismo y en mis capacidades, siempre me sentí como escritor y, consciente o inconscientemente, orienté mi vida laboral hacia esa meta, descartando otras opciones, aunque siguiera sin escribir una sola historia que mereciera la pena publicar.

Visto en perspectiva, no tengo muy claro si se trataba de simple porfía o de pura obcecación... pero al final funcionó.

Recuerdo perfectamente el momento. Unos meses antes, como ya conté al hablar del origen de La cruz de ceniza, había tenido ¡por fin! la idea de escribir una novela histórica. Llevaba meses dándole vueltas a los personajes y la historia, pero no acababa de animarme a empezar. Supongo que la novela necesitaba madurar, cocerse a fuego lento antes de salir al exterior o que, simplemente, me aterraba la perspectiva del papel en blanco.

Hasta una tarde en que, al salir del trabajo, en el coche, de vuelta a casa, apareció una frase en mi cabeza. Fue como si hubiera sufrido una descarga eléctrica. Aparqué como pude, corrí a casa, abrí el ordenador y empecé a teclear. De repente, las palabras fluían, se atropellaban, pedían paso, exigían su sitio.

Hasta una tarde en que, al salir del trabajo, en el coche, de vuelta a casa, apareció una frase en mi cabeza. Fue como si hubiera sufrido una descarga eléctrica.

Era una frase humilde, pequeña y sencilla, pero de alguna forma contenía toda la historia: tiraba de ella, pidiéndome que la contara. Esa frase, me doy cuenta ahora, fue la que finalmente me convirtió en escritor. Hoy podéis encontrarla en el prólogo de La cruz de ceniza, tan discreta que cuesta imaginar todo lo que desencadenó: «El primero que descubrió los cuerpos sobre la arena fue el padre Gregorio Cadaval, el herbolario».

 

 

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