- Categoría: Mis otros viajes
Por fin. En unos días, si todo va bien, me pongo en marcha una vez más. Esta vez no será un viaje en furgo (aunque ese vendrá pronto, espero) sino una aventura que tenía ganas de emprender desde hace tiempo: patear mi propia tierra, Galicia, sin prisa y sin pausa, de extremo a extremo. Dejándome llevar por las botas, el camino y las recomendaciones, guiándome por la intuición y el deseo de ver qué hay tras la siguiente curva.
Andar. Caminar. Tras el duro año que todos llevamos, sentir la libertad de elegir siempre el siguiente paso. Hay algo atávico en esto de andar, en recorrer senderos, la casa a la espalda, los ojos atentos a cuanto nos rodea, algo que se hunde en el tiempo y nos conecta con aquellos animales que una vez fuimos y que, muy probablemente, bajo el ligero barniz de tres o cuatro mil años de historia, seguimos siendo.
Sí, hay algo en nuestra médula espinal que nos invita a caminar, que hace que hasta el más sedentario de los seres humanos fantasee de vez en cuando con la posibilidad de dejarse llevar. A mí, desde luego, me pasa a menudo: siempre me gustó caminar, y mucho más dejarme llevar por la imaginación. Y como nunca fui demasiado capaz de poner freno a mi imaginación, aquí estoy, con la mochila en la espalda, dispuesto a salir al camino una vez más...
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En furgo o en avión, en coche, a pie o con la imaginación: viajar dibuja mundos en nuestra piel.
Las hayas son nobles y frondosas, dueñas de la niebla y la montaña, recias como ancianas habituadas a la crudeza de los inviernos. Tienen hojas caducifolias, el tronco recto y la corteza lisa, de un color gris ceniciento. Su aspecto es inconfundible en otoño, cuando las hojas ovaladas van tornándose del color de la herrumbre.
El otoño es en el hayedo el tiempo de la magia y de la leyenda, la estación propicia para que los ananos, esos seres diminutos de largas barbas blancas, salgan de sus cuevas subterráneas y se dediquen a enredar por la espesura. Mejor no molestarlos entonces, pues dicen los viejos que son poco amigos de tratos con humanos y que si alguien los incomoda lo alejan con un soplo o una mirada paralizante…
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En furgo o en avión, en coche, a pie o con la imaginación: viajar dibuja mundos en nuestra piel.
Galicia es tierra de bosques. Los bosques forman parte del ser más íntimo de los gallegos, de nuestro imaginario colectivo y de nuestras tradiciones, de las leyendas que pasan de generación en generación y de los ritos con que afrontamos cada etapa de la vida.
El bosque en Galicia tiene carácter sagrado, primitivo. Es mucho más que una simple agrupación de árboles, pues cada árbol es único para los gallegos: algunos son santos, outros venenosos, estos sanadores, aquellos traicioneros. El laurel se planta alrededor de las casas para protegerlas, las ramas del cerezo espantan a las brujas, las del sauce llorón protegen del rayo, el rebollo cura la sarna...
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En furgo o en avión, en coche, a pie o con la imaginación: viajar dibuja mundos en nuestra piel.
Hay ocasiones en que las distancias se estiran y se retuercen como un argumento en boca de un jesuita. El itinerario puede indicar que solo faltan cinco o diez kilómetros para la meta, pero la realidad se muestra mucho más tozuda, como si la naturaleza conspirara para mantener oculto su tesoro.
En esos casos, cuando nuestro destino parece tan esquivo como las nubes en el desierto, solo nos queda apretar los dientes, asegurarnos las correas de la mochila y seguir adelante, un paso y otro más, con la esperanza de que al final, tras ese último recodo, culminemos nuestro viaje.
Nuestra meta era el Teixedal de Casaio, el único bosque de tejos que queda en Galicia y el mejor conservado de la península ibérica: un asombroso vestigio de épocas pretéritas, de cuando, hace millones de años, durante el Terciario, grandes bosques muy diferentes a los actuales cubrían la Tierra.
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En furgo o en avión, en coche, a pie o con la imaginación: viajar dibuja mundos en nuestra piel.
Hasta mi viaje por la España olvidada del año pasado no había estado nunca en Badajoz, pero si algo tengo claro es que Extremadura me gusta entera: la de las dehesas interminables y la de las sierras montañosas, la de los pueblos y la de las ciudades, la natural, la cultural y la histórica. Extremadura es un paraíso y Badajoz una de sus joyas menos conocidas.
—¿De verdad no la conocéis? Pues no sabéis lo que os perdéis... —Llevo unos días recorriendo Portugal con unos amigos, por una vez sin furgo, cuando me doy cuenta de que del otro lado de la frontera estaba Badajoz.
—Pero este es un viaje por Portugal, Fran... —dudan, los muy inocentes.
—Ya, pero la historia de este país no puede entenderse sin Badajoz —suelto el cebo—. ¿No habéis oído hablar de lo que pasó en la dehesa de Cantillana? Está solo a veinte kilómetros de aquí...
Llegados a este punto, mis amigos se dejan convencer: saben que de todas formas les voy a contar la historia, y ya que no les queda más remedio que escucharla, al menos hacerlo in situ.
El tiempo no nos da para recorrer la provincia, me habría encantado hacerlo, pero sí para pasar dos días en la ciudad. Una rápida búsqueda de hoteles para escaparte en Badajoz nos permite localizar uno céntrico, cómodo y muy apetecible, así que allí nos vamos.