Lo que se queda en el tintero

Ya os he contado cómo surgió la idea de escribir La cruz de ceniza. Lo que nunca he contado es lo que sucedió después, una vez terminada.

Por primera vez, tenía en las manos una novela con posibilidades de ser publicada, escrita a cuatro manos con Luis Astorga. Mucho antes de poner el punto final, enviamos a varios agentes literarios, por correo electrónico, unos capítulos, una sinopsis y cuatro datos más. A las pocas semanas, dos agentes respondieron que estaban interesados. Me alegré, claro, aunque no me sorprendí demasiado: ¡estaba convencido de que la novela era estupenda!

Hoy, catorce años después y mucho más consciente de la gran cantidad de colegas que no consiguen agente ni editorial pese a ser espléndidos escritores, me doy cuenta de que la diosa Fortuna estaba aquel día de buen humor...

 

Unos meses después, la agente (sí, mujer, cómo no) nos llamó para decirnos que el Grupo Prisa iba a lanzar un nuevo sello literario, Suma de Letras (que hoy ya no pertenece a Prisa, sino a Penguin Random House) y que querían que La cruz de ceniza estuviera entre sus primeras obras. Mejor imposible. Firmamos el contrato y comenzó el proceso de edición. Y entonces surgió el problemilla.

1198 páginas. No páginas de libro publicado, no: la versión inicial de La cruz de ceniza tenía 1198 din A4... que equivalen, dependiendo del tamaño del libro, del tipo de letra y alguna otra cuestión, a unas 1600 páginas finales.

¿Quién iba a tragarse semejante tocho? Había que cortar. Mucho. Pero mucho, mucho. «Puedo hacerlo yo...», me sugirió el puñetero editor (por una vez era editor y no editora), incapaz de disimular la mueca sádica que le asomaba a los labios. 

Le dijimos que no, que ya nos encargábamos nosotros... y entonces comenzó el suplicio. Había que reducir la novela casi a la mitad. ¿Cómo diablos se puede hacer algo así sin tener que reescribirla prácticamente entera? Tras cinco años con la novela incrustada en las neuronas día y noche, lo último que queríamos era volver a pasar por el mismo infierno. Empezamos a releerla con desgana...

Había que reducir la novela casi a la mitad. ¿Cómo diablos se puede hacer algo así sin tener que reescribirla prácticamente entera?

Y de repente nos dimos cuenta de que la diosa Fortuna seguía con el ojo guiñado. La cruz de ceniza comienza con la arribada de dos náufragos, un hombre mayor y un niño, a la costa de Oia, entre Baiona y A Guarda, en Galicia, justo al lado de un monasterio del que ya os he hablado. A partir de ese hecho, la trama iba alternando capítulos en flashback (que contaban la vida de los dos personajes hasta el naufragio) y capítulos que se centraban en lo que les sucedía tras ser acogidos en el monasterio de Oia. Lo que había que hacer era sencillo: bastaba suprimir una de las dos partes.

Pero que fuera sencillo no quería decir que no fuera doloroso. Jodidamente doloroso. ¿Cortar cientos de páginas que nos habían costado sangre, sudor y lágrimas? Y ni siquiera bastaba: además, en lo restante, habría que suprimir algún capítulo extra, alguna escena extra, alguna disgresión aquí y allá.

La decisión estaba clara, así que hicimos lo único que podíamos hacer: metimos la tijera a la parte de la trama de Galicia, pues los hechos de Francia, Holanda y Alemania tenían muchísima más fuerza histórica y narrativa y sin ellos, además, no se entendía lo sucedido en Oia. Costó. Dolió. Sin embargo, ahora, viéndolo con perspectiva, tengo claro que la novela salió ganando. No porque sea breve (no se puede decir que lo sea mucho, con sus 800 páginas en edición de bolsillo), sino porque es más redonda, más coherente. Aunque en el tintero se hayan quedado cientos de páginas ya escritas.

Quien sabe, siempre pueden servir para una segunda parte...

 

 

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