Voy a confesaros algo que hasta ahora nunca me había atrevido a contar. Por pudor, supongo, porque a nadie le gusta hablar de sus fracasos: Medievalario es, en realidad, la historia de un fracaso. O, mejor dicho, nació de los restos de un naufragio. Y fue un naufragio doloroso.
La cruz de ceniza supuso un esfuerzo intenso, años de documentación y escritura que me dejaron agotado. Mientras se publicaba y comenzaba a obtener buenas críticas y algunos modestos éxitos, me puse a buscar algún otro tema que me atrapase. Era consciente de que los tiempos editoriales son muy exigentes y que, si no publicaba una nueva novela en un tiempo razonable, los lectores se olvidarían de mí y, por tanto, las editoriales también lo harían. Durante meses leí sin tregua libros de historia, sin un plan prefijado, dejándome llevar por el impulso del momento y sin acabar de encontrar algo que me atrapara.
Hasta que me topé de bruces con el arzobispo de Compostela don Diego Xelmírez y la reina doña Urraca, que vivieron allá por el siglo XI. Hasta ese momento sabía poco de ambos, pero son unos personajes tan excepcionales, con unas vidas tan fuera de lo común, que me atraparon sin remedio. Durante dos o tres años (mientras los plazos editoriales se alargaban más y más), buceé en la historia de ambos, devoré libros, busqué datos aquí y allá, mientras en mi cabeza iba tomando forma una novela con ellos como protagonistas...
Cuando me sentí preparado, me puse a escribirla. Al principio, durante unos meses, todo fue bien. La novela avanzaba, los personajes eran sólidos y tenía la documentación necesaria. Habían pasado ya varios años desde la publicación de La cruz de ceniza (aunque por el medio tuve tiempo de publicar algún que otro libro de no ficción), pero por fin estaba en marcha, y convencido de que Hombres de barro, como se titulaba de forma provisional la nueva novela, iba a funcionar bien, iba a seducir a los lectores como me habían seducido a mí los protagonistas reales de la historia.
Hasta que me bloqueé. Sin previo aviso, un mal día, la escritura dejó de fluir. Los que escribís sabéis bien lo frustrante que puede ser esa sensación: luchas por conseguir que salgan las palabras, pero tienes la sensación de que cuanto más te esfuerzas más grueso es el muro que les impide salir. Dudas de todo, de la calidad de tu escritura, del sentido de tanto esfuerzo, de la validez de cuanto has hecho hasta el momento...
Luchas por conseguir que salgan las palabras, pero tienes la sensación de que cuanto más te esfuerzas más grueso es el muro que les impide salir.
No hubo forma. Tardé meses, pero al final comprendí que debía enterrar Hombres de barro. Algo fallaba en ella, y no acertaba a averiguar qué era. Había perdido la perspectiva y, de rebote, la ilusión. Pese a que mi agente estaba esperándola, pese a que la editorial quería que publicara ya algo, cualquier cosa, no podía continuar. No me salía una palabra. Al final, con gran dolor, asumí mi fracaso. No fue fácil, estaba enterrando muchos meses de trabajo y muchas ilusiones. Pero no tenía alternativa. Cerré la carpeta y me dije que, por lo menos, había aprendido un montón sobre la historia de la Galicia medieval.
Una vez más estaba en el punto de partida. Necesitaba una historia para escribir. Si te dedicas a escribir, no puedes vivir sin una historia en la cabeza. Es una obsesión, una necesidad. Siempre hay alguna historia en algún lugar, esperándonos. Pero estaba mentalmente agotado, desilusionado. Rindiéndome a la evidencia, dejé que pasara el tiempo. No sé cuánto.
Un día, quizá un año después, abrí el documento de Office (por entonces todavía utilizaba Office para escribir) con la parte de la novela que ya había escrito. Con calma, protegido por la distancia, comencé a releerlo. Y me di cuenta de que, pese a mis miedos y mis bloqueos, no estaba mal. Era salvable. Un año antes me había convencido de que no valía para nada, de que era una porquería que solo merecía la papelera, y si no lo había tirado era solo por la de horas que le había dedicado. Pero ahora, con más perspectiva, podía ver otra cosa. Si pulía aquí y allá, quizá consiguiera un texto interesante...
Pero no, no podía ser. No quería retomar la historia sobre Xelmírez y Urraca, lo había pasado demasiado mal y no me apetecía volver a meterme en el mismo pozo. Fue entonces cuando surgió de alguna parte la idea de escribir un bestiario medieval. Llevaba años documentándome, un esfuerzo que me había servido para formarme una idea amplia sobre la Edad Media. Y tenía la sensación de que la Edad Media era un período tan fascinante como, en el fondo, desconocido, repleto de tópicos y lugares comunes.
Comencé a darle vueltas. ¿Y si en vez de contar un hecho puntual hablaba de la Edad Media en general? ¿Y si intentaba reflejar la mentalidad medieval a través de sus protagonistas arquetípicos, un monje, un caballero y un campesino? En cuanto se me ocurrió, supe que ese era el libro que había estado persiguiendo desde el principio. Lo había tenido delante todo el tiempo, pero no supe verlo: las ciento y algo páginas de Hombres de barro que había escrito antes de tirar la toalla eran perfectas para reflejar la mentalidad de los campesinos medievales. Sí, estoy hablando de El husmo de la tierra, una de las tres novelas cortas que forman parte de Medievalario y uno de los textos de los que, con la perspectiva del tiempo, estoy más satisfecho. Curiosamente, también es uno de los que más gustan a los lectores.
Así pues, esa es la historia: Hombres de barro fue un fracaso... que se convirtió en algo totalmente diferente. En parte de un libro que me ha dado muchas alegrías. Y, por el camino, de paso, he aprendido que lo que importan no son los fracasos, que al cabo son inevitables y quizá necesarios. Lo importante es cómo reaccionamos ante los fracasos y lo que sacamos de ellos. Aunque duelan. Especialmente, si duelen. Y este, os lo aseguro, dolió mucho.
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