Como ya conté en alguna parte, Medievalario fue el inesperado fruto de la asunción de un fracaso. Tras varios años dándome cabezazos contra la pared, inesperadamente (o quizá no tanto), llegó la inspiración: me estaba equivocando.
En realidad, lo que me pedía el cuerpo no era escribir una novela ambientada en la Edad Media, sino escribir una sobre la Edad Media. El matiz era fundamental porque le daba la vuelta a la tortilla. A esas alturas me había pasado varios años documentándome exhaustivamente sobre un amplio arco de siglos medievales y tenía la cabeza repleta de caballeros, armaduras, monjes y siervos de la gleba.
Estaba, literalmente, empapado de la mentalidad medieval. Y bastante harto de esa imagen prefabricada del honor caballeresco, la piedad monástica y la laboriosidad de los campesinos. Las neuronas comenzaban a destilar su fruto. Fue entonces cuando se me ocurrió la idea de escribir una novela que, en realidad, fuera un bestiario.
Solo que en él las bestias no serían animales, sino humanos...
Los bestiarios fueron muy populares en la Edad Media. Eran volúmenes ilustrados que describían a los seres vivos, tanto reales como quiméricos. Pero no se limitaban a una simple enumeración de sus características, sino que incluían aspectos simbólicos o alegóricos de las bestias tratadas, con lo que se convertían de alguna forma en la representación física y moral del mundo.
Y, para la mentalidad medieval, el mundo era la Creación, así, con mayúscula: respondía a una voluntad superior. Cada ser tenía un lugar, cumplía una función y poseía unas cualidades propias y específicas. Los bestiarios reflejaban esa cosmovisión y atribuían vicios y virtudes a los animales representados. El águila o el león simbolizaban la fuerza y la nobleza; la paloma, la espiritualidad; la serpiente, el pecado y el demonio; el conejo, la lujuria; la sirena, mitológica, la seducción; el basilisco, también quimérico, la muerte...
De la misma forma en que la naturaleza respondía a una voluntad divina, también la sociedad aparecía estructurada por dios, dividida en tres estamentos claramente separados: oratores, bellatores y laboratores, cada uno con virtudes y defectos propios y, sobre todo, con una función característica.
Esta división triestamental pretendía reflejar en la tierra la creencia cristiana en la trinidad divina, que afirma la existencia de un dios que es a la vez uno y triple: un solo dios con tres manifestaciones: el dios padre, el dios hijo y el dios espíritu santo. También la sociedad (creación divina, al cabo) es una y es trina: tres órdenes que trabajan unidos y que constituyen una sola creación encarnada en el rey.
Esta división triestamental pretendía reflejar en la tierra la creencia cristiana en la trinidad divina, que afirma la existencia de un dios que es a la vez uno y triple: un solo dios con tres manifestaciones: el dios padre, el dios hijo y el dios espíritu santo.
Fue entonces cuando se me ocurrió que, de la misma forma en que los bestiarios retrataban a las bestias más representativas para, a través de ellas, ofrecer una visión completa del mundo, podía escribir una historia centrada en un individuo representante de cada estamento social para, a través de ellos, retratar la sociedad de la Edad Media tanto en sus aspectos externos como en la forma de ser y de sentir de los hombres de aquellos siglos: sus miedos, sus creencias, sus obsesiones y, en fin, la dura realidad de unos seres que vivían dominados por la naturaleza, que dependían de sus ciclos y de la regularidad de las estaciones.
Así surgió la historia de Martiño de Braga, el monje fanático; de Lopo Feixoo de Milmanda, el caballero renegado; del pequeño Roi, un chiquillo campesino maldecido por su hermosura; y del último y desafortunado rey de Galicia, García II, los cuatro personajes protagonistas de Medievalario, un bestiario medieval.
De cada uno de ellos os hablo en estas entradas: Martiño de Dumio, el santo intolerante; Lopo Feixoo de Milmanda, el caballero renegado; y Roi, la maldición de la belleza.
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