En marzo del año pasado, un libro se apoderó de mí. Fue algo inesperado, como siempre sucede con los libros: te atrapan los que menos te imaginas, esos que coges sin expectativas, porque buscas algo diferente o simplemente te llaman la atención.
El autor era sobradamente conocido: John Steinbeck, Premio Nobel de Literatura en 1962. Cuando todavía creía que había que tragarse todos los clásicos, allá por mis ingenuos veinte años, leí dos de sus obras que recuerdo con admiración, Las uvas de la ira y La perla, pero desde entonces no había vuelto a cruzarse en mi camino.
Me decidí a leerlo porque no se trataba de una novela, sino de un libro de viajes, y por entonces llevaba ya unos meses descubriendo y disfrutando con el género. Se titula Viajes con Charley y narra un viaje del autor por Estados Unidos, a lo largo de treinta y cuatro estados, en una camioneta transformada en vivienda.
La perspectiva de recorrer Estados Unidos de punta a punta con la mirada de alguien tan interesante como Steinbeck se me antojó muy apetecible, así que abrí el libro y me puse con él.
No tenía ni idea de lo que su lectura estaba a punto de desencadenar.
En el primer capítulo, cuando todavía estaba tratando de acomodar mi cuerpo al viaje que comenzaba, tropecé con el siguiente párrafo (las negritas son mías):
«Mi plan era claro, conciso y razonable, creo yo. He viajado por diversas partes del mundo durante muchos años. En Estados Unidos vivo en Nueva York, o me voy a Chicago o a San Francisco. Pero Nueva York no es más los Estados Unidos de lo que París es Francia o Londres es Inglaterra. Así que descubrí que no conocía mi propio país. Yo, un escritor estadounidense, que escribía sobre Estados Unidos, estaba trabajando de memoria, y la memoria es, en el mejor de los casos, un depósito defectuoso y deformado. No había oído el habla del país, ni olido la hierba ni los árboles ni las alcantarillas, ni visto sus cerros ni sus aguas, ni su color ni la calidad de su luz. Sabía de los cambios solo por los libros y los periódicos. Pero, aparte de eso, llevaba veinticinco años sin sentir el país».
Dejé el libro sobre las piernas y mi mirada vagó por la ventana. Me encontraba en San Andrés, un pueblecito de Tenerife cercano a la capital que todavía se conserva fiel a sus orígenes pescadores. La luz intensa de Canarias refulgía sobre las aguas del Atlántico. A mi izquierda, el macizo de Anaga, una impresionante mole volcánica rota por profundos barrancos y tapizada por el verde intenso de la vegetación, se cernía sobre el pueblo. Era una perspectiva hermosa y relajante, pero en ese momento mi imaginación estaba muy lejos de allí.
El interior desconocido
Me acababa de dar cuenta de que, al igual que Steinbeck, yo también soy escritor y desconozco casi por entero mi país. (Me temo que esa es la única comparación posible con Steinbeck, qué le vamos a hacer).
Sí, he estado en muchos sitios. He recorrido Galicia de abajo arriba y de arriba abajo, paso largas temporadas en las islas Canarias y he visitado la costa cantábrica, levantina y andaluza en diversas ocasiones. En general, la periferia de la Península no me resulta ajena, pero el interior es un inmenso agujero negro horadado aquí y allá por las luces de alguna ciudad.
Soria, Palencia, Ciudad Real, Jaén, Badajoz, Guadalajara, Teruel, Álava y tantos otros territorios son solo nombres. Permanecen al margen, como si existieran en una realidad paralela e inmutable.
Soria, Palencia, Ciudad Real, Jaén, Badajoz, Guadalajara, Teruel, Álava y tantos otros territorios son solo nombres. Las capitales aparecen de vez en cuando en la prensa o en los telediarios, pero sus pueblos y sus aldeas lo hacen como excepción, y cuando se les menciona suele ser por motivos poco halagüeños. Permanecen al margen, como si existieran en una realidad paralela e inmutable.
Son nombres conocidos: llevo desde la escuela oyéndolos, e incluso podría citar de memoria los ríos y los sistemas montañosos que los atraviesan o resumir los sucesos más destacados de sus historias, no solo porque eso es lo que estudié en la universidad, Geografía e Historia, sino porque durante muchos años he trabajado como editor de textos escolares y he tenido que lidiar con muchas adaptaciones autonómicas.
Pero eso es todo. Nunca me he perdido por sus yacimientos arqueológicos o admirado sus monumentos, ni recorrido sus parques naturales, sus montes y sus pueblos. Como Steinbeck, «nunca he oído el habla del país, ni olido la hierba ni los árboles ni las alcantarillas, ni visto sus cerros ni sus aguas, ni su color ni la calidad de su luz».
Ese día de marzo en San Andrés, con la mirada perdida en el azul del mar, me di cuenta por primera vez de que yo también desconozco mi país. Y me entraron unas ganas tremendas de remediarlo.
La prueba
Dos semanas después había alquilado una autocaravana y estaba recorriendo la isla de Tenerife en compañía de dos buenos amigos.
La idea de viajar con la casa a cuestas y detenerme donde me apeteciera siempre me había seducido. Hay algo en ella que nos retrotrae a nuestros orígenes, a esos tiempos perdidos en que errábamos por el mundo con nuestras escasas posesiones a cuestas en busca de alimento y protección.
Fuimos nómadas durante milenios, un tiempo infinitamente mayor que el que llevamos asentados en pueblos y ciudades. Pese al barniz con que nos han recubierto diez mil años de sedentarismo, nuestros genes, que son algo así como la memoria cósmica de nuestra especie, siguen considerándonos nómadas, criaturas en constante movimiento. Las madres y los padres saben muy bien que el movimiento tranquiliza a los bebés. Basta mecerlos, salir con ellos en el carrito de paseo o subirlos al coche para que dejen de llorar y se duerman. Una corriente antropológica defiende que el vaivén les transmite sensación de seguridad porque llevamos en los genes el recuerdo de los desplazamientos de nuestra tribu, allá en los albores de la especie. Cuando la tribu se desplazaba estaba segura, pero cuando se quedaba quieta quedaba a merced de los depredadores.
Más argumentos: ¿por qué necesitamos hacer ejercicio para mantenernos en forma? Si estuviéramos genéticamente adaptados a la vida sedentaria no necesitaríamos movernos, ejercitarnos, para alcanzar un estado físico óptimo. ¡Los gimnasios serían salas de tortura! (Ah, no, eso ya lo son...).
Quizá por eso nos atrae tanto la idea de viajar, y más todavía la de viajar con la casa a cuestas. Una casa infinitamente más cómoda que la de nuestros ancestros, de acuerdo, pero al igual que en los tiempos nómadas reducida a lo esencial: aquello que podemos transportar sin que se convierta en una carga.
Vuelvo al viaje por Tenerife. El libro de Steinbeck actuó como disparador. Más de una vez a lo largo de mi vida había deseado comprarme una autocaravana, pero es un capricho caro y nunca pude permitírmelo, así que una y otra vez terminaba conformándome con la idea con la que solemos confortarnos siempre: «algún día lo haré».
Durante cinco días viajamos por la isla, dormimos en las playas, visitamos los pueblos y ascendimos por los barrancos sin preocuparmos de horarios, reservas ni planes.
Pero esa vez algo era diferente. En algún momento, mientras leía Viajes con Charley, decidí que había llegado el momento. No obstante, en un inusual arrebato de prudencia preferí hacer una prueba y comprobar si realmente me gustaba la experiencia antes de realizar la inversión. Durante cinco días viajamos por la isla, dormimos en las playas, visitamos los pueblos y ascendimos por los barrancos sin preocuparmos de horarios, reservas ni planes.
Y comprobé que, por una vez, los deseos coincidían con la realidad: me encantaba aquella forma de viajar.
Cuatro o cinco meses después, ya de vuelta en Galicia para la temporada de verano y tras una intensa búsqueda, encontré lo que quería: una furgoneta camperizada, lo suficientemente manejable, discreta y cómoda para recorrer el país durante varios meses, con cama ancha, cocina, calefacción, nevera, placa solar e incluso ducha y baño. Una casa con ruedas.
Os presento a La Lagartija (el sol también le carga las pilas, como a su dueño)...
El proyecto
No tengo fecha de partida, aunque será en las próximas semanas, probablemente a mediados de febrero. No tengo fecha de regreso, aunque calculo que volveré allá por mayo. No tengo un recorrido establecido, prefiero dejarme llevar por el propio viaje y lo que me vaya encontrando.
Pero sí tengo un objetivo: recorrer el interior de España eludiendo las ciudades y visitando los pueblos y lugares de los que llevo toda la vida leyendo y oyendo hablar.
Y también tengo un mapa. En él he ido seleccionando todos los «pueblos con encanto», castillos, parques naturales y yacimientos arqueológicos que me gustaría visitar. Son muchos (y faltan muchos también), pero mi intención no es recorrerlos todos, sino que el mapa me sirva de guía.
(Por cierto, si conoces algún lugar que no esté en el mapa y te parece interesante, te agradeceré que me lo digas).
¿Me acompañas?
Como te imaginas, me apetece mucho este viaje. Estoy seguro de que habrá momentos duros, pero confío en que los buenos los compensen. Viajar solo es una experiencia extrañamente gratificante: te obliga a abrirte a los demás, te hace estar con los cinco sentidos puestos en lo que haces y te depara sorpresas y experiencias que de otra forma, «protegido» por tus acompañantes, no vivirías.
De todas formas, tampoco estaré tan solo: espero que tú me acompañes a través de este blog. Iré relatando mi viaje por aquí, imagino que una o dos veces por semana si las circunstancias lo permiten. Además, cada día publicaré una foto o un vídeo en mi página de Facebook. Me encantaría que fueras comentándome tus impresiones y tus sugerencias. Será una forma estupenda de sentirme acompañado.
Pero no solo a través de internet: si vives en una de las localidades que voy a visitar (o en alguna ciudad cercana), ¿qué te parece si me avisas y quedamos un día para tomar una cerveza o para que me descubras los secretos del lugar? No me digas que no sería estupendo convertir una relación virtual en otra real...
¿Te apuntas? No esperes a que esté cerca, dímelo ya en los comentarios o a través del formulario de contacto de la web. ¡Nos vemos en el camino!
(¿Quién sabe? Quizá de este viaje también salga un libro que cuente la experiencia, como le sucedió a Steinbeck...)
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