—Estás loco —sentencia mi madre, meneando la cabeza, cuando le digo que me voy de viaje varios meses en una furgoneta—. Si te pasa algo, ¿qué vas a hacer tú solo por esos mundos, con lo inútil que eres?
Mi madre tiene una forma un tanto retorcida de manifestar su cariño, pero no le falta razón: soy un inútil para todo lo práctico, ya sea clavar un clavo o desatascar una tubería.
No, me temo que no exagero. Una vez llevé el coche al taller porque hacía un ruido raro y le dije al mecánico, queriendo hacerme el entendido, que para mí era el carburador, que debía de estar sucio. Afortunadamente, Manolo me conoce desde hace muchos años. Me miró con esa cara de sorna contenida tan suya y me respondió muy serio: «Sí que es curioso, nunca vi que eso le pasara a un diesel». Debió de quedárseme cara de «Pues ya ves», porque puso los ojos en blanco, sin poder contener ya la risa, y remató: «Fran, los diesel no llevan carburador».
A ese nivel de inutilidad me refiero. La culpa la tienen mis hermanos mayores, que —ellos sí— son ambos muy manitas. Si de pequeño se me ocurría tratar de impresionar al mundo arreglando un enchufe o colgando un cuadro (antes de que el mundo se volviera idiota los niños arreglábamos enchufes y colgábamos cuadros), nada más ponerme a la faena aparecían mis hermanos y me espetaban un «Quita de ahí, que tú no sabes» sin apelación posible. Así que terminé por convencerme a mí mismo de mi torpeza... y aprovechándome de ello: todavía hoy, cada vez que tengo un problema doméstico los llamo para que vengan a solucionármelo. Comodísimo.
Por eso se preocupa mi madre: ¿qué va a hacer su hijo inútil por esos mundos si tiene cualquier problema mecánico (o casero, pues La Lagartija es también una casa, con tuberías, sistema eléctrico, electrodomésticos, desagües y demás extraños artilugios que nos hacen la vida más cómoda), cómo va a solucionarlo él solo?
La miro muy seriamente y le respondo:
—¡Pero mamá, tengo cincuenta y tres años!
El argumento es sólido, aunque nunca fue suficiente para convencer a ninguna madre. Y menos a una que, a sus ochenta y ocho años, sigue siendo una fuerza de la naturaleza. En efecto: no la tranquilizo en absoluto, pero como nos conocemos desde hace tiempo sabe que cuando se me mete algo en la cabeza no hay quien me haga desistir. Está acostumbrada a que su hijo inútil, que también es su hijo rebelde, haga siempre lo que llama —elevando los ojos al cielo, por aquello del dramatismo—, «sus locuras», con lo que básicamente se refiere a todo aquello que no encaja en lo que a ella le gustaría que hiciese, «lo que hace la gente normal» (como dedicarme a escribir, no tener hijos o ni tan siquiera una pareja estable. Dónde se habrá visto).
Sin embargo, aunque nunca se lo confesaré (y afortunadamente sigue pensando que Internet es un invento diabólico), mi madre tiene razón: no las tengo todas conmigo. Y ese es otro de los motivos que me impulsan a hacer este viaje.
Los motivos evidentes...
Como ya te conté al hablarte del origen del proyecto, este es ante todo un viaje de exploración. Discúlpame el agravio comparativo, pero lo emprendo con el mismo espíritu con que Richard Francis Burton viajó de incógnito a La Meca o Domingo Badía recorrió el Magreb disfrazado de príncipe musulmán: movido por el deseo de conocer y también, por qué no, el espíritu aventurero.
De acuerdo, no hay comparación posible con las proezas Burton o Badía, pero, ¿qué más da? La maravilla no está en el escenario, sino en los ojos que lo observan. Y los míos están llenos de expectación.
Quiero entender este país, en el que vivo desde hace tanto tiempo y que sigue antojándoseme tan extraño. Oigo hablar de él todos los días, leo sobre él en la prensa y en los libros, sufro sus paranoias y disfruto con sus peculiares costumbres, que hacen exclamar a James Michener, el autor de Iberia:
«De la misma manera en que esta formidable península se adentra físicamente en el Atlántico y se mantiene aislada, el concepto de España penetra en la imaginación filosóficamente, creando efectos y planteando cuestiones distintas a las evocadas por otras naciones».
Pese a todos mis esfuerzos, sigo observándolo con la misma perplejidad con que durante siglos contemplamos las huellas de gallina de la escritura cuneiforme... hasta que encontraron la clave para descifrarla. (A mí sigue asombrándome que esto se pueda leer, pero esa es otra cuestión).
Tengo la sensación de que esa clave lleva toda la vida eludiéndome. Se me ocurre que quizá se deba a que nací y vivo la mayor parte del año en Vigo, en el extremo más occidental de la Península, pegado a la misma línea de la costa. Vivir en la costa es vivir entre dos mundos, con la mirada volcada en la inmensidad del océano y de espaldas a la tierra.
Vivir en la costa es vivir entre dos mundos, con la mirada volcada en la inmensidad del océano y de espaldas a la tierra.
Además, claro, soy gallego. Recuerdo que de niño, allá por los primeros años de la Transición, cuando en el colegio nos hablaban de la conquista de América o estudiábamos en Literatura la Generación del 98, tarde o temprano salía a relucir el supuesto carácter franco y directo de los españoles.
A mí aquello no me acababa de cuadrar. Echaba un vistazo alrededor y no veía por ninguna parte a esa gente de la que hablaban los libros. ¿Dónde encajaba esa franqueza con la ironía y la enrevesada sutileza de los gallegos que me rodeaban?
Tardé en darme cuenta de que este país es un territorio mucho más grande y variado de lo que imaginaba. Que España, en realidad, es un continente en sí misma, tan diversa que no puede reducirse a un par de estereotipos.
Mucho más compleja, en todo caso, de lo que nos contaban en los planes de estudios tardofranquistas, que seguían aferrándose a lo de «Una, Grande y Libre» cuando hasta los extranjeros sabían bien que España era de todo menos un territorio homogéneo. Y desde mucho antes. Allá por 1845, Richard Ford lo dejaba claro en su Manual para viajeros por España y lectores en casa:
«El término general de 'España', conveniente para geógrafos y políticos, parece hecho para despistar al viajero, pues sería muy difícil afirmar una cosa por sencilla que fuese de España o los españoles que pudiera ser aplicable a todas sus heterogéneas partes. (...) Será más conveniente al viajero estudiar cada provincia aislada y analizarla en detalle, prosiguiendo las observaciones de sus particularidades sociales y naturales o la idiosincracia particular de cada región».
Eso es exactamente lo que pretendo hacer. Y por eso este es un viaje de exploración.
Quiero acercarme a la España interior, la gran desconocida para mí. Hacerme una idea de cómo son sus paisajes y sus monumentos, su naturaleza y su arte, pero también saber cómo y de qué se vive, cómo se respira y qué se siente tan lejos del mar; quiero comprobar de primera mano si el interior es casi un desierto, como tan brillantemente exponen Sergio del Molino en La España vacía o Paco Cerdá en Los últimos. Voces de la Laponia española. Y descubrir cómo es el día a día en esos inviernos que, desde la templada costa, siempre me han parecido imposibles.
Llevo toda mi vida con la nariz metida entre libros, así que ya va siendo hora de que compruebe si esas miles de páginas leídas (y otras muchas escritas) tienen algo que ver con la España real. Al final, la única forma de conocer un país es recorriéndolo a fondo, perdiéndose por sus montañas y sus pueblos, hablando con sus gentes y observándolo todo con la curiosidad y la fascinación de la primera vez.
No espero conseguirlo, precisamente porque España es mucho más rica y compleja de lo que siempre nos contaron y lo que desconozco es demasiado. Pero por alguna parte hay que empezar, ¿y qué mejor forma de aprender a nadar que tirándose de cabeza?
... y los no tan evidentes
El título, Viaje al interior, no es casual: este es un diario de viaje, y como tal encontrarás en él anécdotas, historias y reflexiones relacionadas con los lugares que vaya visitando. Ni pretendo tener razón en lo que escriba ni desvelarte misterios ocultos, solo compartir mi experiencia y enriquecerla con tus comentarios y reflexiones.
Pero también encontrarás algo más.
Todo viaje es también, de alguna forma, un viaje al interior. Salir de nuestra zona de confort nos obliga a mirar a la vez hacia fuera y hacia dentro, para tratar de orientarnos al tiempo que nos descubrimos. Pero para descubrirse no queda otra que mirarse con atención, y me propongo hacerlo. Quiero aprovechar la oportunidad para mirarme. Directamente, tratando de entender muchas cosas de mí que, cuando estoy en casa, rodeado de mis amigos y protegido por los hábitos que llenan mi tiempo de quehaceres y rutinas, me pasan desapercibidas.
Todo viaje es también, de alguna forma, un viaje al interior. Salir de nuestra zona de confort nos obliga a mirar a la vez hacia fuera y hacia dentro, para tratar de orientarnos al tiempo que nos descubrimos.
Intentaré explicarme. Hay algo en mí que huye, que lleva toda mi vida huyendo. De alguna forma no sé de dónde soy. Pertenezco a una familia de aluvión, llegada de extremos muy diferentes del país y sin más raíces que las adquiridas por el camino. Vivo sin ataduras, más allá de un puñado de amigos y unos padres demasiado ancianos. Pronto, cuando desaparezcan, me quedaré sin los últimos lazos. Ni siquiera me ata el trabajo, que suele afincarnos. He estado a salto de mata toda la vida y lo que hago, escribir, lo puedo hacer en cualquier parte: me basta con un ordenador.
Quizá por eso llevo tiempo de un lado para otro, pasando temporadas aquí y allá, y quizá por eso emprendo este viaje hacia la España olvidada, no para buscarme a mí mismo, sino para sentirme acompañado por otras soledades. Llevo toda la vida con la sensación de que antes de mí no había nada y detrás de mí no quedará nada. Esa evidencia ni me agobia ni me produce vértigo, pero me hacer plantearme cómo llenar este lapso entre vacíos que llamamos vida.
Siempre he soñado con viajar. No me refiero a tomar un avión y pasar una semana en cualquier destino más o menos exótico, sino a vivir viajando, como esos aventureros que se lían la manta a la cabeza y se largan a recorrer el mundo sin mirar atrás: como Richard Francis Burton o Domingo Badía.
Pero, al mismo tiempo, una parte de mí siempre sospechó que no tengo «lo que hay que tener», que soy demasiado cómodo, demasiado apegado a mis rutinas. Que en el fondo soy lo que Pierre Mac Orlan describe con hilarante mordacidad como un «aventurero pasivo» en su Breve manual del perfecto aventurero...
«El aventurero pasivo se agarra al brazo de su sillón como un capitán de crucero a la baranda de su puente de mando. El aventurero pasivo es sedentario. Detesta el movimiento en todas sus formas, la violencia vulgar, las matanzas, las armas de fuego y cualquier clase de muerte violenta. Detesta estas cosas si le atañen, pero su imaginación las evoca amorosa e ilusionadamente cuando quien las protagoniza es el aventurero activo. Instalado en una casa cómoda cual hueso dentro del fruto, el aventurero pasivo dejará que vengan a él las gestas anónimas de quienes, guiados por una mala estrella, se entregan a las fatigas de la aventura».
Dicho en plata: que soy carne de cañón de la aventura... literaria. Pero la imaginación es tozuda, y ha llegado el momento de comprobar qué distancia hay entre los sueños y la realidad.
Nunca he viajado (más allá de unos pocos días) en una autocaravana. Desde luego, nunca he vivido tres meses en una, pese a que lo haya imaginado muchísimas veces. Pero ahora voy a convertir un antiguo sueño en realidad... y ya sabes que a menudo no hay nada peor que cumplir los sueños.
Por eso este es también un viaje de iniciación para comprobar si estoy anquilosado o si, por el contrario, todavía tengo la flexibilidad necesaria para soportar las incomodidades, afrontar los problemas que vayan surgiendo, soportar la soledad y, también, vencer los miedos (por ejemplo, al dormir completamente solo en cualquier apartada carretera de montaña).
Puede que me superen los problemas y vuelva harto de las estrecheces e incomodidades de la furgo, o puede que disfrute realmente de la experiencia y termine viajando en La Lagartija por la Patagonia. No tengo ni idea de qué pasará, pero quiero intentarlo porque creo que de vez en cuando es necesario escapar de ti mismo para saber dónde estás, tomarte un tiempo para contemplarte lejos de tus rutinas.
De vez en cuando es necesario escapar de ti mismo para saber dónde estás, tomarte un tiempo para contemplarte lejos de tus rutinas.
Te decía antes que llevo toda la vida huyendo, pero también hay otra forma de verlo: llevo toda la vida buscando, preguntándome, deseando conocer. Este, al cabo, ¿no es un viaje de exploración? Una ocasión para explorarme y vencer los miedos... también esos derivados de mi inutilidad manual a los que se refería mi madre.
Y eso también te lo voy a contar. Aunque cueste. Porque mi forma natural de entenderme y entender el mundo es esta, por escrito. Pero también porque, si has llegado hasta aquí después de esta larga parrafada, es porque sospecho que tú también has soñado más de una vez con dejarlo todo y echarte a la carretera, quizá en una autocaravana, y quizá mi experiencia te resulte útil.
Si ya lo has hecho, si eres un experto autocaravanero, espero que me comentes tus impresiones y aportes tus consejos a la experiencia. Ni te imaginas cuánto te los agradeceré.
Hoy, al levantarme, me he encontrado en internet con una frase, al parecer anónima, que resume todo esto de maravilla:
«No viajo para escapar de la vida; viajo para que la vida no se me escape».
Así pues, este es un viaje de exploración por dos mundos, el de fuera y el de dentro. Y me parece justo que lo sepas antes de embarcarte conmigo en esta aventura. Esto es lo que te vas a encontrar: una mirada ávida y espero que también franca.
Si te apetece, estaré encantado de contar con tu compañía.
Cuando leas estas líneas ya estaré ya en marcha, al volante de La Lagartija y buscando mi primer destino.
En principio iba a ser Ourense, para visitar la exposición In tempore sueborum. Los suevos son los grandes olvidados de la historia de España pese a que el reino que fundaron aquí, en la romana Gallaecia, fue el primer reino de Europa, creado cuando el Imperio Romano daba sus últimos coletazos. ¿Qué mejor forma de empezar el viaje por la España olvidada que conocerlos un poco mejor?
Pero no va a poder ser. Me temo que no he elegido el mejor momento para arrancar, justo con una intensa ola de frío sobre la Península. Mi intención era salir por Puebla de Sanabria e ir descendiendo por la Vía de la Plata, pero por esas zonas las previsiones dan temperaturas mínimas de ocho o diez grados bajo cero. Ni La Lagartija ni yo estamos preparados para un frío tan intenso, así que he decidido dejar Castilla y León para la vuelta y saltar directamente a Extremadura a través de Portugal.
Esta noche, si todo va bien, dormiré en Castelo Branco y mañana entraré en la provincia de Cáceres por uno de los puentes más impresionantes de España: el de Alcántara. Todo un viaje al pasado romano.
Pero eso te lo cuento en la próxima entrega...
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