De vez en cuando, entre cerveza y cerveza, algún amigo me pregunta si quiero pasar a la Historia de la Literatura.
Así, en mayusculas, que impresiona más. Imagino que es una pregunta casi inevitable si te dedicas a escribir, a pintar, a cantar o a cualquier otra actividad creativa. Como si el ansia de inmortalidad fuera consustancial a los artistas. En realidad no solo a los artistas, sino a todo bicho viviente, al menos todo bicho viviente con conciencia de sí mismo y de su mortalidad, pero parece que los escritores, pintores y demás lo tenemos algo más fácil por nuestra dedicación.
Así que en cuanto la conversación nos relaja y nos pone filosóficos, surge la pregunta: «Y tú, ¿sueñas con pasar a la posteridad, que te estudien en los colegios y lean tus libros cuando mueras?».
Mi respuesta siempre es la misma...
No. No, gracias. No tengo el menor deseo de pasar a ninguna posteridad. Lo que sí me gustaría es ser inmortal. Literalmente, no de forma figurada.
Pero, como eso no es posible, al menos por ahora, ¿qué más me da la inmortalidad literaria? Recuerdo una conversación con una colega escritora, hace algunos años, en que ella se negaba a admitir que yo no albergase el menor deseo de ser reconocido después de mi muerte. Decía, imagino que porque era lo que ella sentía, que todos los escritores llevamos incrustado ese afán de inmortalidad, que el mero hecho de escribir es un intento de alcanzar esa posteridad, como si la escritura fuera un emisario enviado al futuro (la comparación es mía, no le echéis la culpa a ella).
Puede ser. Sin embargo, no me dedico a escribir para lanzar naves espaciales al futuro. Escribo para vivir otras vidas. Escribo para entender el mundo. Para entenderme a mí mismo. Escribo para alejar la soledad. Escribo para disfrutar. Y para soñar. Pero, ¿para ser inmortal?
No me dedico a escribir para lanzar naves espaciales al futuro.
No. No, gracias (me repito, lo sé). No me interesa. Si algo tengo claro después de unos cuantos años viviendo en este planeta es que cuando te mueres, te mueres. Se acabó. Lo siento, hasta aquí hemos llegado. ¿Para qué narices voy a desear que alguien que vive en un mundo y un tiempo que nunca veré conozca mi nombre (que no a mí) y sepa que un tal Fran Zabaleta escribió esto o aquello? No estaré allí. No lo sabré. No lo veré.
Entonces, ¿qué sentido tiene? Otra cosa sería si me preguntaran si quiero alcanzar el éxito ahora, antes de palmarla. En ese caso la respuesta es sí, sin duda, por supuesto. Pero no porque desee que me conozcan (lo que no me despierta ningún interés), sino por algo muchísimo más prosaico: por poder seguir dedicándome a escribir el resto de mi vida.
Si algo hay en esta profesión de escritor (como en muchas otras, por supuesto, y más en estos tiempos) es incertidumbre. Puede que hoy vivamos de lo que escribimos, pero nada nos garantiza que mañana podamos seguir haciéndolo, que los lectores seguirán comprando nuestros libros, que las musas continuarán visitándonos cada mañana. Si tener éxito garantiza la independencia económica y mental necesaria para seguir escribiendo, en ese caso sí, por favor, claro que quiero tener éxito. Hasta el día en que me muera. Después, ¿qué más me da?
Claro que esto es solo mi opinión. ¿Y a vosotros? ¿Os gustaría pasar a la posteridad?
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