Viajo en la Salvaje, mi furgoneta camperizada, persiguiendo historias, lugares y momentos.
A Pontenova está lejos de haberme desvelado todos sus secretos. La ruta por las fragas me ha demostrado que las primeras impresiones ocultan a menudo las verdades más profundas.
Al atardecer, mientras presento en la Casa da Cultura, ante un público generoso y atento, mi libro Atravesando Galicia —en el que relato mi paso por esta localidad—, mientras explico los motivos que me llevaron a realizar el viaje, mi mente no deja de darle vueltas a esa idea: que la A Pontenova que entreví nueve meses atrás tiene poco que ver con esta A Pontenova que hoy he descubierto. Que la realidad siempre es polifacética, siempre compleja, mucho más rica de lo que nuestros sentidos, en un intento por aprehender a primera vista la realidad para desenvolvernos en ella, consiguen captar.
Y todavía no he vivido lo que me espera al día siguiente...
Viaje al centro de la tierra
Por la mañana, una vez más, Carlos Bermúdez, esta vez en compañía de Carlos Pardo, de la oficina de turismo, y de Ramón Fernández, espeleólogo del C.E.M. Taranis de Lugo y uno de los mejores conocedores de las Minas de A Pontenova, vienen a buscarme. El día es soleado y la temperatura agradable y estoy expectante: vamos a visitar una de las antiguas minas de hierro, la Consuelo, cerrada hace unos cien años.
La oportunidad de entrar en una mina me resulta irresistible: la espeleología siempre me ha atraído. La idea de adentrarme en el corazón de la tierra, de deslizarme por gateras y conductos hasta alcanzar ocultas galerías y corrientes subterráneas ejerce una poderosa fascinación sobre mí. El interior de la tierra es el símbolo de lo oculto y de lo misterioso, el vientre de la madre y, a la vez, un territorio que escapa a nuestra experiencia. Adentrarse en las profundidades es lo más similar que conozco a hollar otro planeta.
Aunque quizá sea exactamente lo contrario: es atisbar la verdadera esencia de nuestro planeta, una inmensa roca con el corazón de fuego que vaga a través del espacio.
La vida tal y como la conocemos no ocupa sino una delgada, delgadísima capa de apenas ocho o diez kilómetros de espesor, una finísma envoltura de tierra, agua y seres vivos. Bajo nuestros pies tenemos más de 12.700 kilómetros de roca y magma y, sobre ellos, un inmenso, inimaginable vacío: 384.000 kilometros hasta esa pequeña luna atrapada por nuestra gravedad y 150 millones de kilómetros hasta nuestro sol. Eso sin hablar de distancias intergalácticas... Un vacío sideral asombroso que nos pone en nuestro lugar: en esos ocho o diez kilómetros de espesor se agitan, luchan y mueren todos los seres vivos que han existido jamás en nuestro planeta, ahí se han desarrollado imperios y ha habido guerras devastadoras, ahí ha florecido el arte, la ciencia y la imaginación. Pero, en el fondo, toda la vida no es más que la finísima capa de musgo que envuelve una bola de piedra...
La vida tal y como la conocemos no ocupa sino una delgada, delgadísima capa de apenas ocho o diez kilómetros de espesor, una finísma envoltura de tierra, agua y seres vivos.
Esta vez, sin embargo, no vamos a adentrarnos en una cueva natural, sino en una mina horadada con duro esfuerzo por cientos o miles de hombres. En mi imaginación mal informada, la primera vez que me hablaron de las minas las supuse como las de carbón: pasadizos estrechos, túneles mal ventilados sostenidos por endebles vigas de madera.
Nada más lejos de la realidad. Las minas de hierro forman altísimos corredores de diez, doce, quince metros de altura: son espacios diáfanos, aéreos, por los que se avanza sin dificultad, como pronto voy a comprobar.
La mina Consuelo, a la que nos dirigimos, tiene nueve niveles: cinco por debajo del de la entrada y otros tres por encima. Nueve larguísimos corredores de unos 400 metros, superpuestos aunque ligeramente desplazados unos con relación a los otros. En la actualidad, me comenta Carlos Pardo, llevan topografiados unos 3142 metros, lo que convierte a la mina Consuelo en la cavidad subterránea más grande de Galicia, después de la cueva del Rei Cintolo, en Mondoñedo.
Nos acercamos en coche y, rodeados por una vegetación exuberante, nos ponemos las fundas, los arneses y los cascos. Aunque las galerías son amplias, habrá que amarrarse para descender de unos niveles a otros.
Ya solo la entrada me asombra: parece la inmensa boca de un animal prehistórico agazapado en la selva. En verdad tengo la sensación de estar avanzando por alguna espesura tropical.
Pero pronto lo verde queda atrás: ante mí el espacio vacío, la negrura que se percibe vasta, las luces de mis compañeros taladrando las tinieblas como faros en un océano de piedra. Aquí y allá, las vías sobre las que circulaban las vagonetas que utilizaban para sacar al exterior el precioso metal arrancado de las profundidades, viejos picos, los restos abandonados de un naufragio, sí, y también los testimonios de una forma de vida ya desaparecida por estas latitudes.
Ante mí el espacio vacío, la negrura que se percibe vasta, las luces de mis compañeros taladrando las tinieblas como faros en un océano de piedra.
Avanzo entre mis compañeros de asombro en asombro, atrapado por cuanto descubren mis sentidos. Porque hay mucho más que un simple túnel: aquí y allá, arrancadas de la oscuridad por nuestras luces, brotan extrañas flores de hermosos colores, bulbos suaves como la más tersa seda, juegos de agua y metal. Porque lo insospechado es aquí realidad: si una estalagtita o una estalagmita en una cueva caliza crece a un ritmo de 2,5 centímetros cada cuatro o cinco mil años, aquí, en esta tierra ferrosa, han brotado por doquier en apenas cien años: estalactitas, estalagmitas, delicadas columnas, coladas y una gran variedad de espeleotemas que visten de color las profundidades de esta tierra como flores alienígenas. Es la naturaleza que recupera el terreno que le ha sido arrebatado por el esfuerzo humano: un espectáculo de silenciosa, íntima belleza.
Aquí y allá, arrancadas de la oscuridad por nuestras luces, brotan extrañas flores de hermosos colores, bulbos suaves como la más tersa seda, juegos de agua y metal.
Descendemos de un corredor a otro ayudándonos a veces con los arneses, mosquetones y cuerdas previamente instaladas y otras deslizándonos a través de estrechas gateras mientras mis compañeros me van explicando lo que encontramos. A veces caminamos juntos, a veces nos separamos unos pasos, suficientes para que la oscuridad vuelva a imponer su presencia.
Y en esos momentos, mientras respiro el aire cargado de humedad, las luces del resto como espadas impías ante mí, comprendo que no solo en las fragas de ayer habitan las leyendas. Que también aquí, cómo dudarlo, se agazapan extrañas criaturas, acechando desde las tinieblas, silenciosas y expectantes ante la invasión de sus dominios. Aquí se habrá instalado algún trasno, o quizá, más probablemente, sea esta la guarida de la temible Coca, con su cuerpo de dragón, su cola de serpiente y sus dos enormes alas de murciélago. ¿Dónde mejor que aquí para refugiarse de los —estos de verdad— temibles hombres, a la espera de tiempos mejores?
Dos o tres horas después, cansados pero extrañamente eufóricos, salimos de nuevo al exterior. La luz intensa, el vivo verdor de la vegetación y la espectacularidad de la entrada me vuelven a parecer los de una selva tropical.
—Guau, qué lugar...
—Pues estamos preparándolo todo para abrirlas a las visitas. No toda la mina, pero sí uno o dos niveles.
—Cuando lo hagáis, vais a tener cola...
Me cuentan también que desde el lugar donde hemos aparcado, a unas decenas de metros de la entrada de la mina, van a instalar en breve —quieren inaugurarla en noviembre de este 2021— una gran tirolina que sobrevolará el valle. Carlos Bermúdez me acompaña al punto exacto donde se va a instalar: ante mí una caída muy considerable, quizá treinta metros hasta la carretera que recorre su parte más baja, paralela al río, y allá al frente, lejos, muy lejos, el lugar al que va a llegar.
—Tremenda.
—Pues vete preparando tu próxima visita, estás invitado a la inauguración.
Me lo quedo mirando. No sé si tendré los arrestos necesarios para una experiencia así...
Información para autocaravanistas y furgoneteros
A la vera del río, muy cerca del casco urbano de A Pontenova, hay un área de autocaravanas para cargar y descargar aguas grises y negras. Sin embargo, el espacio es escaso y no demasiado nivelado, por lo que resulta más cómodo y más céntrico dormir a la derecha de los hornos de calcinación (donde en tiempos se situaba la anterior área de autocaravanas). Por lo demás, el pueblo cuenta con una excelente gastronomía, buenos bares y restaurantes y varios supermercados.
¿Has visitado este lugar? Me encantaría conocer tus impresiones, comentarios y sugerencias.
¿Te gusta lo que acabas de leer? Haz clic aquí para recibir las próximas entradas y novedades en tu correo.
|