Como ya comenté alguna vez, una de las mejores cosas de la literatura es que no importa el tiempo que lleves leyendo o los miles de libros que hayas devorado a lo largo de tu vida: siempre hay uno más que te sorprende. Y, a menudo, cuando menos te lo esperas. Al menos, si no eres uno de esos «lectores poltrona» de los que hablaba en una entrada anterior.
Yo no lo soy. Al contrario, me gusta adentrarme por territorios desconocidos y explorar nuevas fronteras. Me dejo atrapar por una portada, una sinopsis, un comentario entusiasta perdido en la red o simplemente por la intuición y me lanzo de cabeza, convencido de que la única forma de descubrir un tesoro es buscándolo con empeño. Y doy fe: de vez en cuando, lo encuentras.
No tengo ni idea de cómo llegué al libro que hoy reseño, El trampero, de Vardis Fisher: no pertenece a uno de mis géneros habituales y ni su sinopsis ni su portada me atraían especialmente, pero me dejé llevar por la intuición de veterano lector (y por una antigua fascinación juvenil por las películas de indios y vaqueros, eso también). Qué buena decisión.
Vardis Fisher, del que no había oído hablar nunca, es al parecer una autoridad en esto del Lejano Oeste. Nacido en Idaho, profundo conocedor de su tierra, escribió algunas de las novelas más interesantes sobre la vida de los colonos de la frontera norteamericana, entre ellas esta Mountain man, traducida al castellano como El trampero, en la que nos cuenta la vida a lo largo de varios años de Sam Minard, un trampero que recorre las Montañas Rocosas.
Sam es un hombre austero, habituado a la dureza de la naturaleza en un lugar en el que las temperaturas en invierno pueden llegar a los veinte o treinta grados bajo cero, pero es también un hombre dotado de una extraordinaria sensibilidad, enamorado de las montañas, de los animales, de la música, los pájaros y la misma vida, incapaz de imaginar siquiera lo que sería vivir en un pueblo o una ciudad, a cuyos habitantes desprecia con el desdén del que está habituado a hacer lo que le place.
Como dice el autor, Sam era un hombre que «Admiraba el valor sobre todas las demás virtudes; inmediatamente después venía el temple, y el tercero de sus valores era la compasión por los débiles o indefensos». Y estos tres elementos están muy presentes en la novela: en su compasión por la mujer que, asesinada su familia, queda encerrada en sí misma, transida de dolor; en el valor que admira hasta en alguno de sus enemigos, los indios Crow y Pies Negros; en el temple que él mismo demuestra en duras circunstancias.
El trampero es un canto a un mundo que desaparece: el de los pioneros del Salvaje Oeste y el de las últimas naciones indias libres, el de una forma de vida amenazada por la inevitable llegada del progreso, de los burócratas y los colonos, los pueblos y las ciudades, de la autoridad, la ley y los impuestos. Un mundo duro, de una violencia brutal y, sin embargo, fascinante, arrebatador, que hace soñar con amplios horizontes, hogueras bajo un manto de estrellas y montañas agrestes y salvajes.
Un mundo así, ¿quién no lo necesita de vez en cuando?
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