- Categoría: Viajando en furgo
Un viaje en furgo por la España olvidada. Si has llegado aquí por casualidad y quieres empezar por el principio, tienes las entradas organizadas en el Diario de Viaje.
—Nosotros no tenemos taller, solo alquilamos autocaravanas, y aquí no tengo bombas de agua, pero puedo intentar pedirte una, con suerte el lunes está aquí y te la instalo, eso es un momento de nada...
Es sábado de carnaval, cerca ya del mediodía. El mundo laboral ha decidido tomarse un respiro hasta el miércoles y Murphy se está carcajeando de lo lindo. La voz del teléfono es el primer atisbo de esperanza en una mañana repleta de gestiones infructuosas. Incluso se ha formado un pequeño comité de emergencias entre los autocaravaneros del área de Badajoz donde he dormido, unos y otros aportando experiencias y tratando de buscar formas caseras de reparar la bomba. Pero nada da resultado.
—¿Dónde estáis?
—En Calamonte, a las afueras de Mérida. —Eso me va obligar a cambiar de planes y renunciar a visitar Olivenza, pero no estoy para ponerme exigente.
—De acuerdo, te lo agradecería, sí.
—Venga, te la pido y cuando me confirmen la entrega te mando un whatsapp.
Más animado, emprendo el camino hacia Mérida, a solo unos sesenta kilómetros. Dos horas después, tras aparcar en un área municipal de pago muy cerca del centro, he dado un salto en el tiempo y estoy paseando por un cementerio de suelo de tierra, entre olivos, cipreses y columbarios romanos, los sepulcros y monumentos funerarios de personas solo rescatadas del olvido del tiempo por las breves inscripciones de las lápidas. Un texto de Séneca, cerca de la entrada, crea en el visitante el estado de ánimo adecuado:
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Un viaje en furgo por la España olvidada. Si has llegado aquí por casualidad y quieres empezar por el principio, tienes las entradas organizadas en el Diario de Viaje.
Vértigo. La sensación que me invade nada más despedirme de amigos y familiares, subir al coche, cerrar la puerta y meter la primera es vértigo. El silencio me cubre como una coraza pegajosa, espesa y claustrofóbica, que tiñe mi mente de irrealidad.
La Península está envuelta en una ola de frío y nieve, así que decido evitarme lo peor y dirigirme directamente a Extremadura, donde las previsiones son algo mejores, a través de Portugal. Mientras enfilo la carretera hacia la frontera me pregunto para qué. Por qué estoy haciendo esto. Es lo mismo que me he estado preguntando toda la semana, pero ahora las dudas resurgen con mayor intensidad.
De repente, este espacio de escasos diez metros cuadrados con ruedas se ha convertido en mi casa, y lo será durante varios meses. Las comodidades habituales quedan relegadas. Voy a tener que controlar el consumo de agua y reponerla cada poco, vaciar el depósito del WC, ducharme en un espacio mínimo, lavar los platos con mucho cuidado para no gastar agua y no introducir restos de comida por el fregadero (que después se pudrirían en el depósito), preocuparme por el consumo eléctrico (y consumir sobre todo 12 v), buscar sitios donde lavar la ropa, vigilar el consumo de electricidad de la nevera, enfrentarme al frío y solucionar los problemas que vayan surgiendo y que me pueden dejar tirado en cualquier lugar. Y me pregunto si todo esto es necesario...
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—Estás loco —sentencia mi madre, meneando la cabeza, cuando le digo que me voy de viaje varios meses en una furgoneta—. Si te pasa algo, ¿qué vas a hacer tú solo por esos mundos, con lo inútil que eres?
Mi madre tiene una forma un tanto retorcida de manifestar su cariño, pero no le falta razón: soy un inútil para todo lo práctico, ya sea clavar un clavo o desatascar una tubería.
No, me temo que no exagero. Una vez llevé el coche al taller porque hacía un ruido raro y le dije al mecánico, queriendo hacerme el entendido, que para mí era el carburador, que debía de estar sucio. Afortunadamente, Manolo me conoce desde hace muchos años. Me miró con esa cara de sorna contenida tan suya y me respondió muy serio: «Sí que es curioso, nunca vi que eso le pasara a un diesel». Debió de quedárseme cara de «Pues ya ves», porque puso los ojos en blanco, sin poder contener ya la risa, y remató: «Fran, los diesel no llevan carburador».
A ese nivel de inutilidad me refiero. La culpa la tienen mis hermanos mayores, que —ellos sí— son ambos muy manitas. Si de pequeño se me ocurría tratar de impresionar al mundo arreglando un enchufe o colgando un cuadro (antes de que el mundo se volviera idiota los niños arreglábamos enchufes y colgábamos cuadros), nada más ponerme a la faena aparecían mis hermanos y me espetaban un «Quita de ahí, que tú no sabes» sin apelación posible. Así que terminé por convencerme a mí mismo de mi torpeza... y aprovechándome de ello: todavía hoy, cada vez que tengo un problema doméstico los llamo para que vengan a solucionármelo. Comodísimo.
Por eso se preocupa mi madre: ¿qué va a hacer su hijo inútil por esos mundos si tiene cualquier problema mecánico (o casero, pues La Lagartija es también una casa, con tuberías, sistema eléctrico, electrodomésticos, desagües y demás extraños artilugios que nos hacen la vida más cómoda), cómo va a solucionarlo él solo?
La miro muy seriamente y le respondo:
—¡Pero mamá, tengo cincuenta y tres años!
El argumento es sólido, aunque nunca fue suficiente para convencer a ninguna madre. Y menos a una que, a sus ochenta y ocho años, sigue siendo una fuerza de la naturaleza. En efecto: no la tranquilizo en absoluto, pero como nos conocemos desde hace tiempo sabe que cuando se me mete algo en la cabeza no hay quien me haga desistir. Está acostumbrada a que su hijo inútil, que también es su hijo rebelde, haga siempre lo que llama —elevando los ojos al cielo, por aquello del dramatismo—, «sus locuras», con lo que básicamente se refiere a todo aquello que no encaja en lo que a ella le gustaría que hiciese, «lo que hace la gente normal» (como dedicarme a escribir, no tener hijos o ni tan siquiera una pareja estable. Dónde se habrá visto).
Sin embargo, aunque nunca se lo confesaré (y afortunadamente sigue pensando que Internet es un invento diabólico), mi madre tiene razón: no las tengo todas conmigo. Y ese es otro de los motivos que me impulsan a hacer este viaje.
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En marzo del año pasado, un libro se apoderó de mí. Fue algo inesperado, como siempre sucede con los libros: te atrapan los que menos te imaginas, esos que coges sin expectativas, porque buscas algo diferente o simplemente te llaman la atención.
El autor era sobradamente conocido: John Steinbeck, Premio Nobel de Literatura en 1962. Cuando todavía creía que había que tragarse todos los clásicos, allá por mis ingenuos veinte años, leí dos de sus obras que recuerdo con admiración, Las uvas de la ira y La perla, pero desde entonces no había vuelto a cruzarse en mi camino.
Me decidí a leerlo porque no se trataba de una novela, sino de un libro de viajes, y por entonces llevaba ya unos meses descubriendo y disfrutando con el género. Se titula Viajes con Charley y narra un viaje del autor por Estados Unidos, a lo largo de treinta y cuatro estados, en una camioneta transformada en vivienda.
La perspectiva de recorrer Estados Unidos de punta a punta con la mirada de alguien tan interesante como Steinbeck se me antojó muy apetecible, así que abrí el libro y me puse con él.
No tenía ni idea de lo que su lectura estaba a punto de desencadenar.