- Categoría: Viajando en furgo
¿Existen alternativas a nuestra forma de vida? ¿Hay opciones viables a este sistema económico, político y social en el que estamos inmersos?
Con una economía cada vez más salvajemente neoliberal, en un mundo en el que priman las multinacionales, la publicidad omnipresente, el trabajo a destajo y la inseguridad galopante, ¿es posible quedarse al margen o, simplemente, organizarse de otra forma, hacer hincapié en otros valores, llevar una vida más plena, comunitaria, igualitaria y satisfactoria?
Cada vez somos más los que nos planteamos estas y otras muchas cuestiones relacionadas: personas que anhelan una vida más sencilla, más integrada, más natural. Personas hartas de vivir esclavizadas por horarios, jefes, exigencias y urgencias que desean volver al campo, recuperar el sentimiento de comunidad, romper con un sistema fallido y cada vez más desigual y experimentar relaciones más sanas.
Pero, ¿es posible? ¿Existen alternativas? Y, si existen, ¿son opciones viables o cantos al sol, experimentos fallidos, sueños rotos? ¿Hay, de verdad, comunidades en las que es posible recuperar el contacto con la naturaleza, con los ciclos de las estaciones y con las demás personas, lugares en los que vivir vidas más plenas y satisfactorias?
No son preguntas retóricas: al contrario, la pandemia brutal que hemos vivido, que todavía estamos viviendo, ha revitalizado estas cuestiones, ha hecho que cada vez más personas se planteen en serio la búsqueda de alternativas.
Somos multitud los que siempre nos hemos sentido atraídos por este tipo de experiencias, pero una cuestión es imaginar y otra ver, palpar, tocar, analizar. Una cuestión es soñar y otra comprobar. Y eso es lo que me propongo hacer...
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Viajo en la Lagartija, mi furgoneta camperizada, persiguiendo historias, lugares y momentos.
Tras pasar el día en Braga persiguiendo al arzobispo Xelmírez, a media tarde me subo a la Lagartija.
Continúo camino hacia el sur con la intención de hacer una parada en Amarante e ir a dormir a Lamego, dos localidades que visité hace años pero de las que ya no recuerdo demasiado y que se hallan más o menos en camino hacia mi verdadero objetivo: visitar el valle del Côa, una zona que se ha ganado dos veces ser catalogada como Patrimonio de la Humanidad: por su paisaje (Alto Douro Región Vinícola) y por ser el yacimiento paleolítico al aire libre más importante del mundo por la cantidad y calidad de sus grabados rupestres.
Un paraíso para los fanáticos de la prehistoria (y del vino) que quieran pasearse por valles por los que hace veinticinco mil años corrían manadas de uros, cabras, ciervos, caballos...
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Viajo en la Lagartija, mi furgoneta camperizada, persiguiendo historias, lugares y momentos.
Después de varios meses de obligada inmovilidad por motivos familiares, la última semana de abril se despeja el horizonte (literalmente, pues el tiempo se torna cálido, de cielos azules inmensos y temperaturas superiores a veinte grados) y por fin puedo subirme a la Lagartija en busca de nuevos destinos. Destinos que, como siempre que viajas en furgoneta camper, no acabas de definir hasta que te pones finalmente en marcha.
En esta ocasión tenía claro el destino final: Oropesa, en Toledo, donde el fin de semana del 6 y 7 de abril se celebra la XX edición de su fiesta medieval, en la que ya estuve el año pasado (como te conté en Viaje al interior) y de la que guardo grandes recuerdos y mejores amistades. Mayra, Sandra y Raquel me invitan una vez más, vete tú a saber por qué extraña locura colectiva, así que el jueves 4 me propongo estar en Oropesa. Pero hasta entonces tengo por delante cuatro días enteritos para dejarme llevar por la Lagartija.
Al principio pienso acercarme hasta el Parque Natural Serra de Enciña da Lastra y de ahí a las Médulas, pero un vistazo rápido me hace desistir: los lugares que quiero visitar están cerrados fuera del fin de semana, así que los dejaré para más adelante.
Entonces se me ocurre una opción que lleva tiempo cosquilleándome las ganas: ¿y si me dirijo a Toledo a través de Portugal y aprovecho para seguirle la pista a Xelmírez, el arzobispo felón? Un minuto después de que se me ocurra la idea, qué grande es esto de viajar en furgo, estoy en camino hacia Braga...
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Viajo en la Lagartija, mi furgoneta camperizada, persiguiendo historias, lugares y momentos. Si no has leído la primera parte de este viaje, puedes hacerlo en este enlace.
Al despedirse, Emilio me recomienda que no deje de visitar el horno de la santa, el lugar donde quemaron a la pobre Mariña, y me indica cómo llegar. En realidad, ese es el verdadero objetivo de mi viaje, ver con mis propios ojos el lugar, una cripta subterránea que tiene toda la pinta de ser un antiguo santuario celta y que está emplazada en el corazón de un bosque denso, a escasos trescientos metros de un antiguo castro. Fue la cripta lo que despertó mi imaginación de escritor y me animó a conducir hasta aquí.
Se acerca ya el mediodía, así que decido dejar la visita a la cripta para la tarde —a la cripta, al castro y a unas ruinas romanas cercanas, todas englobadas en un sendero arqueológico de dos o tres kilómetros de extensión— y acercarme hasta otro lugar del que me ha hablado Emilio y que se halla en dirección contraria: la «Santa da Pedra».
Sigo las indicaciones imaginando que la encontraré en las afueras del pueblo, a unos cientos de metros. Avanzo por una senda que se interna en un bosque de robles y castaños. El otoño tiñe de rojos y ocres cuanto me rodea. La hojarasca cruje a cada paso, despertando alarmas entre los pequeños animales de la espesura. El silencio me inunda.
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Viajo en la Lagartija, mi furgoneta camperizada, persiguiendo historias, lugares y momentos.
No me lo esperaba. No lo había planeado. Me hallaba en Combarro, todavía de madrugada, acurrucado en el vientre de la Lagartija. Acababa de encender el portátil y me preparaba para empezar una nueva jornada de trabajo. Tenía que escribir una entrada para el blog, responder a correos y redes sociales y, sobre todo, planificar mi próxima novela. Frente a mí, todavía sumido en las sombras de la noche, latía el gigantesco pulmón de la ría de Pontevedra.
Era martes, un día cualquiera de un diciembre frío. Me estiré con ganas mientras el sistema operativo del ordenador volvía a la vida. Me encantan esas horas de la madrugada, cuando el mundo todavía duerme y el silencio es una promesa de futuro. Me encanta despertarme en la Lagartija y contemplar a través de la ventanilla cómo va iluminándose un paisaje siempre distinto.
Ese día, sin embargo, apenas prestaba atención a mi entorno. Mi cabeza perseguía la trama de mi proxima novela, una historia que lleva años rondándome. La idea general la tenía clara, ya sabía qué quería contar, pero faltaba lo principal: dar vida a los personajes, localizar los escenarios, trenzar las subtramas... Es un trabajo arduo, que exige concentración, que obliga a tomar cien pequeñas decisiones que conducirán la historia a buen puerto o terminarán por descarrilarla.
Tenía que empezar por alguna parte, y mi imaginación necesita apoyar los pies en el suelo para impulsarse y alzar el vuelo. Necesitaba decidir dónde empieza la historia, dónde viven los personajes. Quería que fuera un lugar aislado, quizá montañoso o boscoso, a ser posible un monasterio o un santuario abandonado en algún lugar de la Galicia interior.
Sí, eso podía funcionar. Un monasterio abandonado. Pero, ¿dónde? Hice una búsqueda en internet y encontré media docena de opciones. Les eché un rápido vistazo. Entre los resultados se hallaba un lugar que ya conocía, las ruinas de un monasterio cercano a Castro Caldelas, en Ourense. Me había topado con él hacía años en un viaje por la zona y me había quedado impresionado. No obstante seguí leyendo, buscando alternativas, para tener más datos antes de tomar la decisión final. Y entonces me di de bruces con una cripta abandonada, un castro galaico-romano, un bosque preñado de misterios y una tierra que rezuma leyendas.
Me inundó una excitación muy familiar: la que debe de sentir el lobo cuando capta de súbito un rastro jugoso entre la hojarasca. Comencé a devorar páginas y más páginas de internet. Mi imaginación se disparó. Cuanto más leía, más convencido estaba de haber encontrado el escenario de mi historia. Todo parecía cuadrar, pero necesitaba comprobarlo de primera mano. Apagué el portátil y arranqué el motor de la Lagartija...